Entras y la presentación poesía griega te va a servir como material de apoyo para la realización de tu trabajo , el link es: http://es.slideshare.net/merlyvanegas
Un espacio para beber letras por litros, para embriagarse de frases, poemas,reflexiones, fragmentos, en fin de literatura. Aquí encontrás una variedad de bocados literarios.
jueves, noviembre 05, 2015
martes, octubre 13, 2015
sábado, octubre 03, 2015
TALLER ROMEO Y JULIETA
Taller de
William Shakespeare Romeo y Julieta CLEI
VI
El taller presentarlo en hojas de examen, para
entregar el día MIÉRCOLES 7 DE OCTUBRE
1. .Bibliografía de William
Shakespeare
2. Resumen de la película
3. ¿Quiénes cuáles
son las familias que se enfrentan?
4. ¿Cuál fue
la primera pelea que se observa en la película y por qué se generó?
5. ¿Quién
interviene y detiene esa pelea?
6. ¿Cuál era
el castigo que le imponían a las personas que se peleaban en la calle?
. Nombre de
los personajes de la historia y describa
a cada uno
8. ¿Diga
quién era París?
9. Indique ¿Cuál
era el rol de la mujer en esa época?
10. Compare ¿Cómo era la mujer en la antigua Grecia
y cómo es en el renacimiento?
11. Mercutio cuenta la historia de la reina Mab,
habla de los sueños y los las diferentes divinidades cuando están andando Romeo
y sus amigos en la noche por las calles de Verona ¿En qué consiste esa historia
que cuenta Mercutio, reina Mab en la
película? Consulta por interntet
12. ¿Quién es Mercutio, diga cómo muere y quien lo
mata?
13. Describa ¿cómo se conoce Romeo y Julieta en la
película?
14. ¿Explique en sus palabras cómo en la película,
se muestra el amor entre Romeo y Julieta?
15. Compare la imagen de la mamá de Julieta con la
imagen de la nana. (Hacer cuadro de diferencias y semejanzas)
16. Diga el nombre de los personajes que conocen la
relación entre Romeo y Julieta.
17. Copie el final de la de la historia, mirando el
texto escrito original (puedes
consultarlo en un libro o por internet)
18. Escriba otro título que le pondría la historia
y diga por qué razones le colocaría ese título
domingo, agosto 23, 2015
EL PODER DE LAS HISTORIAS
EL PODER DE LAS HISTORIAS: LAS PALABRAS DE JAIBANA SALVADOR
Por: Juan
José Hoyos
Voy a hablar
de las historias. Del poder de las historias. Y, para empezar, voy a contar una
historia. Tengo, sin embargo, un problema: la historia me sucedió a mí, y por
eso tendré que contarla en primera persona. Después de trabajar casi diez años
como periodista, cubriendo las noticias de todos los días, no me cuesta trabajo
adoptar el estilo frió, basado en la objetividad descriptiva, en la que suprime
la personalidad del reportero; no hablamos, informamos; no conversamos,
exponemos. Es el estilo propio de casi todos los periódicos de nuestro país y
uno tiene que acostumbrarse a el, aunque no le guste, si no quiere quedarse sin
trabajo. En cambio, siento terror cada
que tengo que poner sobre el papel ese horrible pronombre personal que comienza
con la letra “y” y termina con la” o”.
La historia
que quiero contar es esta: hace unos años, cuando trabajaba como
corresponsal de El Tiempo, un amigo me
contó que en Valparaíso, un municipio perdido entre cafetales y montañas, en el
suroeste de Antioquia, había sucedido una cosa muy rara con una pequeña tribu
de indios katíos. La tribu había sido aniquilada casi por completo durante la
violencia de los años cincuenta. El puñado de hombres y mujeres que
sobrevivieron, lo lograron porque se internaron en los bosques y vivieron
durante años en lo alto de los árboles, después de borrar a su alrededor todo
signo de vida. Para no morir, aprendieron a vivir convertidos en hombres
callados e invisibles que no dejaban huella alguna, que no hacían nada que
delatara la presencia de vida humana.
Cuando
volvieron a pisar la tierra y regresaron a las parcelas que antes eran suyas,
mucho tiempo después, encontraron que el mundo era distinto. Todo había
cambiado de dueños. En la región no había quedado vivo ni un solo indio. Entonces
se dedicaron a vagabundear por las orillas del rió Conde, y a vivir de las
caza, de la pesca, y del abigeato.
Hasta que un
día un señor de la región heredó varias hectáreas de tierra situadas junto al
río y decidió volverlas a los indios. El señor no atendió los ruegos de su
familia ni el de los hacendados cafeteros de la región, que detrás de su
decisión veían venir un pleito de tierras.
Todavía
recuerdo la cara de estupor con que me contaba esta historia el jaibaná
Salvador cuando me hablaba del día en que el señor, que se llamaba Vicente, los
reunió a todos y les dijo que esa tierra era de ellos... Que se juntaran de
nuevo y construyeran sus ranchos donde quisieran...
El gesto de
Vicente les cambió la vida, por completo. Los Katíos dejaron de ser nómadas y
de “robar” vacas y se dedicaron a sembrar la nueva tierra. Yo fui hasta allá y
escribí una crónica contando la historia de la tribu porque me pareció hermoso
encontrar una historia de esas en un país donde cada año mueren asesinados
miles de indígenas por defender los últimos pedazos de tierra que aún les
quedan.
El relato
conmovió a muchos lectores. Pero, en cambio, a los indios y a Vicente les causó
muchos problemas. Para empezar, la tribu comenzó a ser visitada por un ejército
de antropólogos que querían estudiar de cerca ese fenómeno. Les parecía muy
extraño el paso de un estado semi-nómada a uno sedentario, en pleno siglo XX.
De otro lado, a Vicente comenzaron a lloverles cartas y telegramas de todos los
rincones del país. Alguno de ellos era de gente que el ni siquiera conocía. El
fue el primero que se puso bravo conmigo. Por unas semanas se volvió famoso y
el era un hombre místico y sencillo que deseaba solo vivir en paz. “Yo ni hice
nada malo” me dijo, años después, cuando volvimos a hablar del asunto. “Yo
simplemente les devolví lo que era de ellos. En cambio usted nos jodió a todos
con eso que escribió.” El segundo en ponerse bravo fue el Jaibaná Salvador.
Yo pienso que
Vicente tenia alguna razón en ponerse bravo. En cambio, el Jaibaná Salvador
tenia toda la razón: uno de los
antropólogos que fue a visitarlo, después de la publicación de la crónica, le
robó un tambor.
Cuando el
amigo que me había acompañado a visitar la tribu me contó lo del tambor, me
quedé mudo. Yo sabía lo que para el Jaibaná Salvador significaba ese tambor.
Había sido fabricado con la piel de un mico cuya especie se había extinguido
hasta en las selvas del Chocó.
Había sido
fabricado por una jaibaná viejo, a comienzos del siglo y había pasado por las
manos de varias generaciones de brujos, a los que el llamaba “los abuelos de
antigua”. El, personalmente, había recibido el tambor de manos de su abuelo,
que también era jaibaná cuando estaba a punto de morir. La madera usada para
fabricar la caja también era de una especie de árbol extinguida“ El jaibaná
no ha vuelto a hablar desde ese día” me dijo mi amigo. “No sale de la casa. No
quiere que lo vea nadie”. El viejo tenía motivos más que suficientes para estar
así. El tambor lo usaba para casi todo. Cuando los indios iban a sembrar, él
presidía una celebración a la tierra en la que tenía que tocar el tambor. Si los
cultivos eran atacados por una plaga, los indios lo llamaban y el entonaba un
rezo. Para el canto, necesitaban el tambor. Lo mismo sucedía para curar un
enfermo, para espantar los animales ponzoñosos, para sacar al diablo de un
cuerpo de un cultivo. Esto para no hablar de “Bené Cúa”, una ceremonia
religiosa que ellos celebraban una vez por año y que tenia para la tribu una
importancia mayor que la celebración de la pascua para los judíos.
Yo entendí su
vergüenza ante la tribu cuando me enteré de los detalles de la historia. El
“robo” no había sido un robo propiamente dicho. El jaibaná se puso a tomar
aguardiente con los antropólogos. Y yo recordaba cómo tomaba él cada trago:
“Ituá, para calentar el alma” decía antes. Y de verdad que lo tomaba para
calentar el alma. La borrachera para él, como para casi todos los demás brujos
indígenas, equivalía a la búsqueda de un estado místico, sagrado. De hecho el
“Bené Cúa” comenzaba con una borrachera. Cuando su abuelo era el brujo, tomaba
chicha fabricada a base de maíz. Ahora la chicha no existía más, y ellos se
vestían con pantalones de dril y botas de caucho,como los
demás campesinos, y el brujo se veía obligado a tomar aguardiente antes de las
ceremonias religiosas. (Por supuesto
que a Jaibaná Salvador esto no le
disgustaba). En medio de los tragos, el antropólogo le propuso la negociación:
“Le cambio el tambor por esta flauta...este tenedor y este cuchillo...Por este portacomidas...Por
estos doscientos pesos...” Cuando el jaibaná despertó de la borrachera, uno o
dos días más tarde, los antropólogos ya se habían esfumado...y el tambor no
estaba por ninguna parte.
Después de
escuchar toda la historia yo no sabía qué hacer. Nadie en la tribu, ni siquiera
el brujo, sabia los nombres de los antropólogos, ni de dónde eran, ni dónde
vivían, ni donde trabajaban. Y yo me
sentía culpable, de algún modo, del robo del tambor.
Sabía que
ellos jamás habrían descubierto la tribu si la crónica no hubiera aparecido en
las páginas de El Tiempo. Pasé varios
días tan tristes y callados como los del jaibaná Salvador. De pronto pensé que
por una historia como la que había escrito en El Tiempo se había jodido la vida
del jaibaná Salvador, con otras historias la vida se podía arreglar.
Entonces
decidí escribir la historia completa. Y traté de contar el desamparo en que los
ladrones habían dejado al brujo y a la tribu, con el robo del tambor. Al final
de la crónica, les dije a los antropólogos que el jaibaná estaba dispuesto a
devolverles la flauta, el portacomidas, el tenedor, el cuchillo y la cuchara y
hasta los doscientos pesos que le habían dejado, con tal de que ellos le
devolvieran el tambor. Como yo estaba seguro de que los antropólogos vivian en
Medellín, y El Tiempo se lee poco en mi ciudad, le pedí a un colega de El Mundo
que publicara la crónica en su periódico, sin firma, y de ser posible en la
primera página. Como dirección para devolver el tambor dimos la del periódico.
El brujo mandó desde Valparaíso la flauta dulce, el portacomidas, la cuchara,
el tenedor, el cuchillo y hasta los doscientos pesos.
Durante
varios días las noticias importantes que el diario tenía que registrar no
dejaron espacio para la crónica. Pero, finalmente, una semana después, la
historia apareció, tal como yo lo había pedido, en un lugar destacado. Además
le agregaron una foto del brujo y otra del portacomidas y la flauta, y le
pusieron un titulo que me gustó mucho, una especie de orden, levantada en un
cuerpo de mas de cuarenta puntos: “¡que devuelvan el tambor!” Pasaron los
días y el tambor seguía sin aparecer. Al cabo de un tiempo, cuando los
estudiantes de la universidad regresaron de vacaciones y se reiniciaron las
clases, unos profesores de antropología de la universidad de Antioquia pusieron
fotocopias de la crónica en todas las carteleras de la ciudad universitaria.
Al día
siguiente, por la noche, recibí una llamada del jefe de redacción de El Mundo.
Decía que en el periódico había una fiesta. Que fuera a acompañarlos. ¡Que
habían devuelto el tambor! Nunca voy a
olvidar lo que sentí cuando cogí entre mis manos el tambor. Esa misma noche fui
a la casa de mi amigo y lo dejé bajo su cuidado. El jaibaná Salvador lo recibió
ocho días después. Mi amigo me contó que la fiesta de la tribu duró dos días.
Eso no produjo ningún asombro. Las palabras del brujo, cuando cogió el tambor
entre sus manos, otra vez, sí me dejaron pasmado. El dijo: “Ese hombre tiene más
poder que yo...”
Yo me quedé
pensando : Eso no es verdad. Yo no puedo curar enfermos. Yo no puedo conjurar
las plagas de las cosechas. Yo no soy capaz de curar la mordedura de una
serpiente, ni sacar el diablo del cuerpo de un hombre vivo. Y si se refiere al
poder de un periodista está muy equivocado porque todos los periodistas hemos
escrito miles y miles de noticias y llenamos con tinta, días tras días, miles
de toneladas de papel y, sinembargo, no pasa nada, todo sigue igual. Con el
paso del tiempo, me he dado cuenta de que las palabras del Jaibaná Salvador
eran muy sabias. Ahora entiendo a qué clase de poder se refería él cuando
hablaba de “poder”.
El escritor
inglés Edward Morgan Forster sabía muchas cosas acerca de ese poder: “El hombre
de Neanderthal escuchaba historias, si hemos de juzgar por la forma de su
cráneo. Su primitivo público estaba
constituido por tipos desgreñados, que, cansados de enfrentarse con mamuts o
rinocerontes lanudos, miraban boquiabiertos en torno a una fogata; sólo les mantenía
despiertos el suspenso. ¡Qué ocurría a
continuación? El novelista proseguía su
relato con voz monótona, y en cuanto el auditorio adivinaba lo que ocurría a
continuación, se quedaban dormidos o le mataban. Podemos calcular el riesgo que corrían si
pensamos en la profesión de Sherezada en tiempos algo posteriores. Si la joven escapó a su destino fue porque
supo esgrimir el arma del suspenso: el único recurso literario que surte efecto
ante tiranos y salvajes. Y aunque era
una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios,
ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la
caracterización de sus personajes y experta conocedora de tres capitales de
Oriente, no recurrió a ninguna de esas dotes al intentar salvar la vida ante su
intolerante marido. No eran más que un
elemento secundario. Si sobrevivió fue
gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría
a continuación. Cada vez que veía
amanecer se detenía en la mitad de una frase, dejándolo boquiabierto. ‘ En este momento, Sherezada vio rayar las
primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio.’ Esta frasecita sin
interés constituye la columna vertebral de Las Mil y una Noches.
Forster
menciona Las Mil y una Noches. Sin
embargo, esa no fue la primera historia que escribió la humanidad. Los hallazgos de los arqueólogos hacen pensar
que las primeras historias se escribieron casi todas en verso. Parece que la métrica permitía a los poetas
memorizar con mayor facilidad losacontecimientos
y mantener la atención de los
oyentes. Esta tradición se mantuvo en la
India –cuna de las civilizaciones más antiguas- durante muchos siglos y se
propago luego a Persia y a Grecia. En
Grecia, a los poetas épicos se sumaron los poetas trágicos, escritos con un
estilo de extrema tensión que robaba a los espectadores su “libertad de
ánimo”. Varios siglos después, en la
Edad Media, aún abundaban, en los caminos de Europa y en las cortes, los
juglares, los trovadores y los romanceros que contaban leyendas y cantaban, a
su modo, antiguas gestas. Los poemas
trágicos de Grecia, por su parte, sentaron las bases para el desarrollo
posterior del teatro y la novela, al legar a ambos géneros su estructura
dramática.
El hallazgo
de unas tablas de arcilla con escritura cuneiforme en la región de Sumer
(situada en el antiguo territorio de Persia, hoy ocupado por los estados de
Irán e Irak) nos da la pista del que tal vez fuera el primer cronista de la
especie humana que dejó algún vestigio: un hombre que relato las guerras entre
las ciudades fronterizas de Lagash y Umma, hacia el año 2400 antes de nuestra
era. En esa época no había periódicos pero el cronista hizo lo mismo que haría
hoy un corresponsal de guerra. Muchos
siglos después aparecieron, en Grecia, Heródoto, Tucídides, Jenofonte,
Plutarco. Ellos se llamaban a sí mismos
“cronistas” porque escribían “crónicas”.
De este modo la crónica se convirtió en la primera forma de hacer
historia, de contar lo que pasaba.
En occidente sabemos
menos de lo que sucedía en esta época con culturas más antiguas y más lejanas,
como las de oriente. Pero hoy también se
conoce que en las cortes imperiales de China y Persia había cronistas que, por
decisión imperial, debían dedicar todo su tiempo a relatar por escrito los acontecimientos más importantes del
país. En China, la formación de los
futuros emperadores incluía la lectura atenta de los relatos de los antiguos cronistas
del imperio.
Pero el papel
de los cronistas también fue importante en imperios más recientes y
cercanos. El descubrimiento de América
produjo en España y en el nuevo mundo una explosión de cronistas. Con el tiempo, esta actividad adquirió el rango
de oficio. Felipe II creó el cargo de
Cronista Mayor de Indias en 1571. el
cronista servía al Estado de la mejor manera posible: relataba los hechos
históricos que llegaban a su conocimiento con mayor precisión y verdad que
podía. Sin conocer esos hechos, ni el
Rey, ni el consejo de Indias podían gobernar de forma adecuada. Por disposición real, el Cronista Mayor de
Indias debía ser “hombre de cultura, buen escritor, de vida honrada en público
y en privado”, porque se trataba de una “responsabilidad alta y noble”. Para que pudiera desempeñar su papel a
cabalidad, la corona dotó el cargo con un estipendio de cien mil maravedís y
ordenó a los ministros entregar el Cronista Mayor todos los documentos
necesarios. El documento, con la firma
del Rey, ordenó, además, que el cronista debería “averiguar lo que en aquellas
partes oviere acaecido” y “hacer y compilar la historia general, moral
particular de los hechos o cosas memorables”,
y escribir “bien y fielmente”, de modo que “salga muy cierta” la
historia.
La crónica
también sirvió a viajeros y naturistas que vinieron a América a observar y
estudiar la naturaleza. Hoy, estos
relatos, y los de los llamados Cronistas de Indias, nos han permitido
reconstruir buena parte de la historia del continente. La lista es muy larga pero podemos recordar a
algunos de ellos: Fray Bernardino de Sahagún, el Inca Garcilazo de la Vega,
Francisco López de Gómara, Bernal Días del Castillo...
Con la
llegada de la imprenta a América y la aparición de los primeros semanarios y
hebdomadarios, la crónica entró a los periódicos. En Inglaterra, donde comenzaba a gestarse la
revolución industrial, había entrado hacía tiempo. De hecho, era el género más importante de los
periódicos, al lado de las cotizaciones
de la Bolsa de Londres, los remitidos, los obituarios y los kilómetros
comentarios editoriales.
En ese país,
en 1704, Daniel Defoe, novelista famoso pero también gran periodista, inició
una pequeña revolución en el estilo. El
experimento comenzó en The Review, la publicación que con el tiempo pasó a
convertirse en el primer periódico
inglés digno de llevar ese nombre.
Defoe comenzó a separar, por primera vez, la sección informativa de la
sección editorial, distanciando el campo de las noticias del de las opiniones,
apoyándose en la idea de que los hechos son sagrados y la opinión es
libre. Parece que Defoe tenía razón en
lo que se refería a la primera parte de esta afirmación, pero no a la
segunda. Por difundir libremente sus
opiniones fue encarcelado varias veces.
Como continuó escribiendo en los periódicos y además se atrevió a
publicar un folleto titulado Procedimientos expeditivos contra los
disientes, fue condenado por un tribunal
a perder las orejas y a pagar una multa de doscientas libras. Después de todas esas tribulaciones Defoe
alcanzó la fama y se ganó la simpatía de miles de lectores. Con su obra literaria y periodística, Defoe
cambió el estilo de hacer los periódicos y también la forma de hacer
novela. Además dejó para la
posterioridad una de las más grandes crónicas de la historia, su Memoria del
año de la peste. En ella relató la
muerte de miles de compatriotas y el terror que se apoderó de Londres durante
la “Gran Visita”, como él mismo la llamó, en 1665.
La revolución
iniciada por Defoe se consolidó a fines del siglo XIX con la industrialización
de la prensa de los Estados Unidos y en Europa, que permitió la aparición del
periódico de un centavo de dólar: un producto dirigido al hombre de la calle,
un papel vendido no ya para un número reducido y privilegiado de suscriptores,
casi todos miembros de un mismo partido político, sino voceado en las
esquinas. La venta abierta cambió el
esquema de los periódicos y, por supuesto, cambió el estilo de redactar las
noticias.
Antes de la
década de 1800, las informaciones se reducían a remitidos muy cortos, que
trataban de relatar los acontecimientos del día en forma cronológica, y que a
menudo eran incoherentes. La aparición
del periódico de gran circulación, donde el valor monetario del espacio se
multiplicó por cien, creó un método nuevo de narrar las noticias en forma
sucinta y organizada. En 1894, un libro
de texto usado en las primeras escuelas de periodismo de los Estados Unidos
afirmaba confiadamente que casi todos los grandes diarios norteamericanos
seguían la costumbre de escribir un párrafo inicial que contenía “el meollo de
toda la información”: la pirámide de los antiguos cronistas se había volteado
al revés.
El impacto
del telégrafo y del teléfono también contribuyó a este replanteamiento en la
forma de contar las noticias. Tal vez
quien mejor encarna la transición entre la prensa antigua y moderna, por esta
época, es Joseph Pulitzer, el inmigrante europeo que inventó la “primera
Página” y prendió la mecha de la nueva “revolución de las noticias”. Dirigiendo dos periódicos que hasta entonces
eran considerados de poca monta ( The San Louis Post Dispatch y The New York
World), Pulitzer cambió por completo las reglas del negocio de la prensa y creó
un nuevo estilo que, con pocas variantes, es el mismo que todavía perdura en
muchos periódicos de occidente. La
impronta de este estilo está resumida en las palabras que dirigió a los
encorbatados escritores del World, acostumbrados a escribir solamente
comentarios editoriales de corte decimonónico, cuando los obligó a abandonar
sus lustrosos escritorios y salir a la calle en busca de noticias.
El nuevo
estilo refinó su aspecto con Adolph Ochs
y Arnold Bennet, en The New York Times.
Ochs compró el periódico en 1896 por unos cuantos miles de dólares. La circulación no sobrepasa los ocho mil
ejemplares diarios. Apoyándose nada más
que en el discreto atractivo del nuevo estilo, basado en la economía expresiva
que mutila detalles superfluos y elimina cualquier barroquismo verbal, y en el
destierro absoluto de la vieja prosa partidista del siglo XIX, el Times elevó
su circulación a noventa mil ejemplares en sólo dos años, con el respaldo de
una nueva clase de lectores instruidos e interesados en los acontecimientos de
todo el país. Ellos representaban un
grupo dispuesto a leer reseñas de noticias políticas en las que no se intentara
decidir por ellos.
The New York
Times fue, pues, junto con los periódicos de Joseph Pulitzer, el inventor de
esa nueva forma de narrar que desplazó a la crónica, volteando la pirámide al
revés, y que puso en cintura el estilo panfletario de los redactores
políticos. Desde entonces el campo de
las noticias se separó del campo de las opiniones. Se entronizó la escuela del llamado
“periodismo objetivo”. La noticia se
convirtió en la punta de lanza del primer campo. El editorial pasó a ser la punta de lanza del segundo.
Por fortuna
hubo géneros que quedaron flotando entre los dos campos, y especialmente uno,
de origen literario: la crónica. La
nueva preceptiva y el nuevo estilo basados en la objetividad impedían que este
viejo relato pudiera entrar en el mismo campo de las formas periodísticas que
proscribían el tono personal en el lenguaje: “Una actividad regida por manuales
de estilo que uniformaban la redacción y reclaman un lenguaje impersonal,
fatalmente desterraba de sus predios a todo género que reflejara y resaltara el
sello personal y creativo de su autor”, dice el periodista Earle Herrera.
Esta
confusión acerca de dónde ubicar la crónica, si en el primero o en el segundo
campo, tiene que ver con el papel desempeñado por la crónica desde su
nacimiento y hasta con la raíz griega que la define (cronos: tiempo). La crónica nació –ya lo vimos en el caso de
los persas, los griegos y hasta los españoles- como la relación de hechos y
acontecimientos en el orden en el cual sucedieron en el tiempo. Su finalidad no era presentar opiniones sino
informar a los reyes, a las grandes casas comerciales y a las cortes sobre lo
que pasaba en el mundo y en el propio país.
El relato, pues, seguía el orden
de los acontecimientos. La prensa
industrial de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX, a la luz de los
postulados de la objetividad, terminó por trazar límites rígidos no sólo entre
lo que debía considerarse información y lo que era opinión, sino también entre
los distintos géneros de los dos grandes campos en los que se dividió el
periodismo. La crónica no pudo encontrar
una casilla en ese esquema rígido, lleno de subdivisiones. La crónica se mantuvo aparte, en una especie
de limbo, y no sólo preservó su estructura narrativa. También preservó una gama de temas de los que
nadie se ocupaba. (No puedo evitar
recordar algunos de ellos, usando las palabras de uno de los cronistas más
grandes de la prensa latinoamericana.
Hablo de Roberto Arlt y de las “Aguafuertes porteñas” que publicaba
puntualmente en el diario El Mundo, de Buenos Aires, cada semana. Los lectores las buscaban con tanta avidez
que el diario duplicaba ese día el número de ejemplares vendidos. Sus títulos lo dicen todo de esas crónicas:
“Días de neblina”, “El drama del cobrador”, “Solcito de arrabal”, “El vecino
que se muere”, Ropa para obreros”, “El placer de vagabundear”, “Ventanas
iluminadas”, “La tristeza del sábado”, “El bizco enamorado “, “Los señores que
trabajaban de ladrones”.)
Y así,
sepultada en la brecha que se abrió entre la redacción de noticias y la sección
editorial, la crónica siguió en la sombra.
Y, desde la sombra, comenzó a hacer estragos entre los nuevos campeones
de la noticia. Para empezar, se
convirtió en el género de la batalla usado por los redactores de la sección de
noticias judiciales, la “infantería de marina” de casi toda redacción. William Randolph Hearst la convirtió en el
anzuelo de sus periódicos para aumentar la circulación. Hearst descubrió que
la gente quería noticias, pero que no podía vivir sin historias. Y llenó sus periódicos de historias. Luego, la crónica se apoderó también de las
páginas deportivas de los diarios hasta el punto de que de un tiempo en
adelante, sobre todo después de Ring Lardner, los redactores de esa sección
comenzaron a llamarse a sí mismos “cronistas deportivos”.
Finalmente,
este viejo relato, de origen literario, que sirvió a los sumerios para relatar
sus guerras; a Sherezade para salvar su vida; a los griegos, para contar sus
batallas con dioses y profanos; a los viajeros españoles e italianos para
contar su asombro ante las maravillas del nuevo mundo que estaban descubriendo
y a los reyes de España para tomar las más rectas decisiones en beneficio de su
imperio, sirvió también a los periodistas de comienzos de este siglo para
inventar un nuevo relato, género mayor del periodismo escrito de todos los tiempos. Hablo del reportaje moderno, hijo rebelde de
la noticia, pero también de la novela realista del siglo XIX; hijo de la
entrevista pero, por encima de todo, hijo de la crónica.
El nuevo
género nació donde debía nacer: en esa franja loca de la redacción de los
periódicos, menospreciada por casi todos, que es la sección judicial, y en esa
otra franja, también loca y suicida: la de los corresponsales de guerra. Ambos, los lugares de la redacción donde un
periodista está más “tocado” por la vida y la muerte que cualquier otro ser de
su especie...
Con el
tiempo, y con la difusión de los trabajos de los primeros grandes maestros -hablo de Henry Morton Stanley, de John Reed,
de Stephen Crane, de Ernest Hemingway- el reportaje se abrió paso y se
consolidó, sobre todo en las revistas, como uno de los grandes géneros de la prensa escrita. Acabadas las dos guerras mundiales, la prensa
diaria lo sepultó en el olvido, como había hecho con la crónica a comienzo del
siglo.
Mientras
tanto, el llamado periodismo informativo, basado en la objetividad descriptiva,
siguió llenando las páginas y continuó funcionando como una maquinaria anónima
especializada en seleccionar entre el infinito número de acontecimientos de
todos los días aquello que, según la maquinaria, merecía ser incluido en la
categoría de noticias.
Los límites
de la verdad impuestos por las normas congeladas de este “periodismo objetivo”
comenzaron a volverse demasiado evidentes a fin de los años sesenta en el
mismo periodo que casi un siglo antes había inventado el discurso
informativo. Un incidente sucedido con un policía de la ciudad de New York
ilustra el problema: David Burnham, reportero del New York Times, escribió un
reportaje sobre la corrupción policial, en 1970, basado en informaciones
obtenidas del oficial Serpico y otros agentes de la policía metropolitana. Los
directores del diario detuvieron el reportaje: Serpico no era funcionario
público y, si publicaban la historia, temían que se pensara que estaban fabricando noticias y no informando.
Dio la
casualidad de que Burnham encontró al secretario de prensa del alcalde Jhon Lindsay en una fiesta , en abril de
1970, y le dijo lo que sabía del departamento de policía; dos días después,
Lindsay anunció una investigación oficial. En cuanto recibió el estímulo
esperado por todos los diarios matriculados en el desgastado esquema del periodismo informativo, un funcionario
público había actuado; el Times respondió publicando el artículo de Burnham al
día siguiente. Si las reglas
del llamado periodismo objetivo dicen que para escribir de un tema hay que
esperar a que un funcionario público hable o actué al respecto, o a que un
dirigente político o gremial conceda una declaración o pronuncie un discurso,
esto quiere decir que los periódicos han acabado por ceder gran parte del
control sobre la definición de las noticias a los funcionarios públicos y a los
dirigentes políticos y gremiales.
Afortunadamente,
en el periodismo, como en la vida, el antiguo orden se invierte con alguna
frecuencia y lo que está arriba pasa a estar abajo, y viceversa. Poco a poco en
casi todo el mundo, después de 1970, frente al desgaste inocultable del esquema
del periodismo informativo, la prensa escrita y hasta la televisiva han vuelto
a echar mano de la crónica y el reportaje. Esto quiere decir que han vuelto a
descubrir lo que hace muchos siglos descubrió Sherezade: el poder de las
historias. En Estados
Unidos se necesitaron varios años y otra guerra (la Vietnam) para que, primero
las revistas y luego los periódicos, abriera otra vez sus puertas a los
periodistas que seguían empecinados en escribir historias. Ellos volvieron a
entender la vieja pirámide narrativa de la crónica, puesta boca abajo por los
diarios de la era industrial, resucitaron los géneros narrativos del periodismo
y se dedicaron a escribir relatos con estructura dramática. Uno de estos
hombres fue Gay Talese. Otro menos conocido en el mundo de habla hispana, fue
Jimmy Breslin.
No quiero
terminar esta larga historia sobre la crónica y el reportaje sin hablar de
Jimmy Breslin. Pienso que él, sin ser un escritor con un estilo tan cultivado
como el de Truman Capote, entendió mas que nadie el poder de las historias. Tom
Wolfe cuenta que Breslin entró al Herald Tribune a comienzos de los sesenta a
escribir una columna local. “Llegó al periódico de la nada, lo que quiere decir
que había escrito un centenar de artículos para revistas como True, Life y
Sport Ilustrate.” Breslin había despertado la atención de uno de los editores
del diario por su libro sobre los Mets, de New York. Lo que querían de él era
un tipo de columna que contrarrestara la pesadez apabullante de la página
editorial del Tribune, abarrotada de artículos de Walter Lipman, Joseph Alsop,
etc.
Sobre esa
experiencia dice Wolfe: “En cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento
revolucionario. Hizo el descubrimiento que era realmente factible que un
columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material
a pie con su propio y genuino esfuerzo
personal. Breslin iba a ver al redactor-jefe
local para preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se
marchaba de la casa, cubría la información a manera de un reportero, y la
desarrollaba luego en la columna. Si la noticia era lo bastante significativa,
su columna comenzaba en primera página, en vez de en el interior. Por obvio que
pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los columnistas del
periódico, fuesen locales o nacionales. Los
columnistas locales resultan aún más patéticos, si tal cosa es posible.
Arrancan por lo general con el depósito lleno (...) vendiendo al por menor en
letra impresa todos los maravillosos “mots” y anécdotas que han recogido a la
hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas, sin
embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan
boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el tema.
Empiezan a escribir sobre cosas graciosas que ocurrieron cerca de su casa el
otro día, sobre chistes caseros(...), o sobre algún libro o articulo fascinante
que haya estimulada su imaginación, o sobre cualquier cosa que haya visto en la
televisión. ¡ Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que
canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente
catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible casi
a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que
ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica,
artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma
hambrienta 8) Pero Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el
día recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse
frente a una mesa de redacción local. Todo un espectáculo. Breslin era un
Irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera negra y las agallas
de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba
hasta adquirir la forma de una bola de “bolos” : Se ponía a beber café y a
fumar cigarrillos hasta que el vapor comenzaba a impulsar su cuerpo. Parecía un
balón alimentado con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a
teclear. Nunca he visto un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de
una hora de cierre fija. Recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la
condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del sindicato de Camioneros
llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo; Breslin presentaba la
imagen del sol que entra a través de las
viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y que hace resplandecer el
diamante en el anillo del meñique del Provenzano: “La mañana no estaba nada
mal. El patrón, Tony Provenzano que es uno de los jefazos de la Unión de
Camioneros, recorría arriba y abajo el pasillo que da paso a este tribunal
Federal de Newark, con una pequeña sonrisa en el rostro, mientras sacudía por
todas partes las cenizas de una boquilla blanca.”
“Hoy hace un
día estupendo para pescar -decía Provenzano-, tendríamos que salir y hacernos a
unas truchas." ¡Luego separó
las piernas un poco para abordar un tipo gordo que se llamaba Jack que vestía un traje gris. Tony sacó la mano izquierda como si lanzara el
anzuelo sobre Jack. El diamante que tony llevaba en el meñique brilló por la
luz que entraba en las altas ventanas del pasillo. Luego Tony se ladeó y le
pegó a Jack una palmada en el hombro con la mano derecha.”
“Siempre en
el hombro -rió uno de los individuos que estaba en el pasillo-, Tony siempre le
sacude a Jack en el hombro.” La historia continúa. El sudor brota en la cara
del Provenzano. El juez lo condena a siete años. Breslin termina su crónica del
día con una escena en una cafetería. Allí está comiendo carne y ensalada de
frutas, puestos en una bandeja, el joven fiscal que trabajó en el caso: “No
llevaba nada que brillara en la mano. El tipo que ha hundido a Tony Provenzano no tiene un anillo de diamantes en
el meñique.”
Wolfe dice
entusiasmado: “ahí estaba, un relato breve, completo con un simbolismo y todo,
y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre algo que ha
ocurrido hoy, y que se puede comprar en el quiosco a las once de la noche por
diez centavos...”
Breslin
recibió al comienzo muchos calificativos, casi todos de parte de sus colegas:
“Un policía que escribe”, “Un Damon Runyon dedicado a la asistencia social”. Y
era cierto, Jimmy Breslin no parecía un periodista. Parecía un taxista, con la gorra ladeada
sobre un ojo. Breslin no actuaba, en
absoluto, como un periodista por lo menos corriente. Llegaba al escenario mucho antes del
acontecimiento, con el fin de recoger detalles del ambiente, ver el ensayo en
el cuarto de maquillaje, obtener una historia que le permitiera crear un
personaje. Anillos, palmadas en el
hombro, sudor. Breslin era otro tipo
duro. Trabajaba como los viejos
cronistas sumerios y griegos. Vivía
preocupado por los detalles. Porque las
historias (él lo sabía muy bien) se construyen siempre con detalles. Detalles veraces recogidos con paciencia: en
ellos está la verdad.
Gente como
Breslin, como Capote, como Talese, fue la que dio la batalla más violenta
contra la guerra de Vietnam. El pueblo
norteamericano se enteró de las atrocidades que cometieron sus soldados por los
reportajes de Seymour Hersh, Michael Herr, Jhon Sack. No por los comentarios editoriales contrarios
a la guerra de los grandes diarios metropolitanos, ni por los cables noticiosos
de la Upi o la Asociated Press, recogidos casi todos de boca del alto mando del
ejército en salas de prensa, con aire acondicionado, en los hoteles de
Saigón. Los reporteros que escribieron
estos relatos fueron al frente, con los soldados. Después volvieron y contaron la
historia. Su voz de escritores brotó de
la experiencia. De este modo inyectaron
nueva vida al poder maravilloso del relato.
Cuando los
premios Pulitzer comenzaron a llover sobre este puñado de hombres que Tom Wolfe
bautizó con el nombre de “nuevos periodistas” a pesar de que estaban haciendo
una cosa muy vieja: contar historias, la voz institucional de muchos diarios
norteamericanos comenzó a ser remplazada, poco a poco, por una voz más
personal. Una voz que daba cabida a la
complejidad y a la contradicción. Una
voz que empezó a atraer a los lectores hacia algo que acaso sea más parecido al
mundo real que esas informaciones que atienden “únicamente a los hechos”.
En Colombia,
para desgracia nuestra y de miles de lectores, no ha ocurrido lo mismo. Los
periodistas siguen, casi todos, ignorando por completo los cambios que se han
dado en otras regiones del mundo. Y
siguen ignorando la vieja lección de Sherezade.
Tal vez por eso, a medida que pasan los años tienen más avisos pero
menos lectores. Algunos, para enfrentar
la crisis, han dado luz verde a tímidos experimentos de renovación. Pero no nos digamos mentiras: la mayoría
continúa aferrada a la misma escuela que inventó The New York Times en 1898
(¡hace ya más de un siglo¡) para reemplazar la deteriorada prosa partidista de
los periódicos del siglo XIX. Otros ni
siquiera han logrado abandonar el esquema anacrónico que desbarató Daniel
Defoe, a comienzos del siglo XVIII, en la prensa inglesa, separando la sección
informativa de la sección de comentarios.
Mientras
tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación
en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia, sin
lograr, siquiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años
cuarenta y cincuenta: ahora nuestras ciudades son tan grandes que casi nunca
vemos los crímenes y existen barrios de los que no sabemos ni siquiera los
nombres. La lista de crímenes por su
parte, se ha vuelto tan larga que la Policía tiene que preparar un resumen,
todos los días, con destino a la prensa.
Y frente a la violencia y el crimen nosotros nos hemos resignado a
repetir casi todos los días, en coro con los boletines de la Policía, ese lugar
común de la muerte: móviles y sindicados se desconocen”. Y la vida pasa. Y nosotros, los periodistas continuamos
hundidos en la rutina, convertidos en amanuenses de ese lenguaje muerto
inventado por industrias de los periódicos en las postrimerías del siglo
XIX. Un lenguaje que ha convertido a
centenares de redactores en repetidores de fórmulas y esquemas para producir
noticias, que el periodista cumple casi a la letra, como cumple el reglamento
interno un obrero que trabaja en una fábrica de salchichas.Y las historias
siguen ahí, sin que nadie las cuente. De
vez en cuando un periodista cansado de la inutilidad y el anacronismo de esa
retórica se arriesga a escribir un libro de reportajes. De vez en cuando un editor agudo le da la cabida
a una que otra crónica, a una que otra historia escrita por un redactor
empecinado en contar alguna cosa.
Yo dejé de
trabajar en los periódicos hace unos años porque no podía escribir más
historias. Las noticias de la política,
de la economía, la trascripción de los discursos y de las declaraciones de los
jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro
amanuense, Un día comprendí, por fin,
las palabras que dijo el Jaibaná Salvador cuando mi amigo le entregó el
tambor. El hombre que cuenta una
historia tiene más poder. Un poder que
no puede medirse con votos, como el de los políticos, pero que a su modo es
superior a todo eso. Desde ese día me
olvidé de los periódicos y me dedique a escribir historias.
Los
periódicos pueden olvidarse de las historias, de las crónicas, de los
reportajes, para abarrotar sus páginas con la retórica partidista de corte decimonónico o con el
“nuevo lenguaje” ahora demasiado viejo que inventaron Joseph Pulitzer y los
editores del New York Times a comienzos de este siglo. Pero los lectores no se olvidan tan
fácilmente de las historias. Los
lectores necesitan historias. Saben que
en las historias está la verdad. Saben,
así no hayan estudiado periodismo en la universidad, que las historias “no
sujetan al lector a un dogma que más tarde descubrirá inexacto, no dictan una
lección que después deba olvidar. “Saben, como decía el novelista Robert Louis
Stevenson, que las historias “repiten, reordenan, aclaran las lecciones de la
vida; nos liberan de nosotros mismos.”
Saben que las historias nos dicen que las cosas no son tan simples como
a veces se piensa. Y las buscan hasta en
la última página. Aquí se opera la misma
lógica del reino de los cielos: los últimos son los primeros. Yo pienso que se cuentan por millones las
personas que empiezan a leer los periódicos por la última página, cuando
encuentran una historia. Eso se ve en
las calles y en los buses, casi todos los días.
Cuando observo ese espectáculo reconfortante, yo recuerdo las palabras
sabias del Jaibaná Salvador sobre el poder de las historias. Las historias pueden causar estragos. Las historias pueden explicar la vida en
todas sus infinitas e inagotables manifestaciones. La gente no puede vivir sin historias. Y a veces, con un poco de suerte, una
historia puede convencer a unos lectores de que devuelvan un tambor. Las historias son muy poderosas. El Jaibaná Salvador, como sucede a menudo con
los brujos, esta vez también tenía toda la razón.
*****
miércoles, agosto 05, 2015
EL RAMO AZUL texto de Octavio Paz
EL
RAMO AZUL
Desperté, cubierto de sudor.
Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una
mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco
amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no
pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al
ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche,
enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra
en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas
con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho
estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando
la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto
tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo
entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
—¿Dónde va señor?
—A dar una vuelta. Hace
mucho calor.
—Hum, todo está ya cerrado.
Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité
“ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a
tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna
de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve,
ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los
tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos
vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían
establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto
sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el
serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas,
frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo
era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el
cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando
breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio.
Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con
tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que
alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir
nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras
calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez
más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que
pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
—No se mueva , señor, o se
lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
—¿Qué quieres?
_Sus ojos señor –contestó la
voz suave, casi apenada.
—¿Mis ojos? ¿Para qué te
servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es
algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
—No tenga miedo señor. No lo
mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
—Pero, ¿para qué quieres mis
ojos?
—Es un capricho de mi novia.
Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
—Mis ojos no te sirven. No
son azules, sino amarillos.
—Ay, señor no quiera
engañarme. Bien sé que los tiene azules.
—No se le sacan a un
cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
—No se haga el remilgoso, me
dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y
frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo
derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
—Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la
llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis
párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los
pies y me contempló intensamente.
La llama me quemaba los
dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
—¿Ya te convenciste? No los
tengo azules.
—¡Ah, qué mañoso es usted!
–respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo
acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
—Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me
cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí,
curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis
párpados. Cerré los ojos.
—Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La
llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
—Pues no son azules, señor.
Dispense.
Y despareció. Me acodé junto
al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones,
cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando
llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de
aquel pueblo
Tomado de: Octavio Paz. “Un
ramo azul” en el libro de cuentos Águila o Sol. (1951)
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martes, julio 21, 2015
Carta a una señorita en París
Carta a una señorita en París
Andrée,
yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto
por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado,
construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa
preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego
del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito
donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración
visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés
e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el
cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un
perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto,
ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué
difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden
minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.
Cuán
culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa,
ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de
este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale
por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si
de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con
el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de
Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada
objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo
acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara,
destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase
por los ojos como un bando de gorriones.
Usted
sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo
parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a
París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un
simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga
de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero
no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me
parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque
llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y
hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas
haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día
lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es
como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de
la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama
que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y
segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado
antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a
explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre
me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas
constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me
lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para
no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y
estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito
me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la
garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo
es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la
boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito
parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño,
pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.
Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los
dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico
contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del
hocico de un conejo contra la piel de
una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa
de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde
crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus
orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que
puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de
tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y segundo piso,
Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a
vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la
misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes,
había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal
vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el
problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa,
vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y
al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro...
entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un
hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y
propicio, yo aguardaba sin preocupación la
mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la
garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres
del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la
cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos
una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá
saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina.
Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar
tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido
aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas
rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos
salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un
conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una
presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una
noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado
y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar
el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá,
con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la
misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada
de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas
de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.) Al
cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba,
para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una
tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo
del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía.
Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es
un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo,
blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara
no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del
orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas
explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré
en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el
conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba,
solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme.
Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero
no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última
convulsión. Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un
conejito negro.
Y
dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de
amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa,
las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro.
Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y
el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva
mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por
dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la
bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol
y grandes rumores de la profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen.
Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos,
allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del
dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez
y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo,
pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio,
de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que
ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles,
el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos
transcurre ya la noche y el descanso.) Su día principia a esa hora que sigue a
la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas
de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es
que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo
solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo
salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban
mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran,
remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese
instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro
inútil en la mano –yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la
historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen
el trébol.
Son
diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón,
los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no
tiene luna, ni estrellas, ni faroles. Miran su triple sol y están contentos.
Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se
trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo
quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo
dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás
del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad
del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde
andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la
presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No
sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa
mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró
también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no
se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando
usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero
siempre así.
Le
escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de
ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes,
máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror,
Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis
noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un
concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e
ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y
cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso
me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea
verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco
los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara
no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana
lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda
la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa
-usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me
quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi
hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación
de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia,
quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado,
las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A
las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome
a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza.
Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido,
un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el
deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de
Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias
desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido
levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los
muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y
mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué
seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée,
querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve
en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo,
su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya
adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de
Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose
en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí
debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal
vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente
diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente
calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo
piso.
Interrumpí
esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en
su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día
siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el
intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle
que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo
quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado
de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé
para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen
once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o
al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en
cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me
importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa.
Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara
alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban
ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes –no
por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del
escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del
autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también
gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como
adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los
conejos.
He
querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de
la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se
levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de
juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los
destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa,
yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once
hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario,
trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir
once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el
amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y
acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros
sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el
otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros.
Autor: Julio Cortázar (Bruselas, 1914 - París,
1984)
Cuento publicado en: Bestiario hacia 1951, por la Editorial Sudamericana ( fue su primer libro de cuentos).
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