jueves, noviembre 05, 2015

Literatura Griega


Entras y la presentación poesía griega te va a servir como material de apoyo para la realización de tu trabajo , el link es: http://es.slideshare.net/merlyvanegas

sábado, octubre 03, 2015

TALLER ROMEO Y JULIETA

Taller de William Shakespeare Romeo y Julieta                 CLEI VI
El taller presentarlo en hojas de examen, para entregar el día  MIÉRCOLES 7 DE OCTUBRE

1. .Bibliografía de William Shakespeare
2. Resumen de la película
3. ¿Quiénes cuáles son las familias que se enfrentan?
4. ¿Cuál fue la primera pelea que se observa en la película y por qué se generó?
5. ¿Quién interviene y detiene esa pelea?
6. ¿Cuál era el castigo que le imponían a las personas que se peleaban en la calle?
  .  Nombre de los personajes de la historia  y describa a cada uno
8. ¿Diga quién era París?
9.   Indique ¿Cuál era el rol de la mujer en esa época?
10. Compare ¿Cómo era la mujer en la antigua Grecia y cómo es en el renacimiento?
11. Mercutio cuenta la historia de la reina Mab, habla de los sueños y los las diferentes divinidades cuando están andando Romeo y sus amigos en la noche por las calles de Verona ¿En qué consiste esa historia que cuenta Mercutio,  reina Mab en la película? Consulta por interntet
12. ¿Quién es Mercutio, diga cómo muere y quien lo mata?
13. Describa ¿cómo se conoce Romeo y Julieta en la película?
14. ¿Explique en sus palabras cómo en la película, se muestra el amor entre Romeo y Julieta?
15. Compare la imagen de la mamá de Julieta con la imagen de la nana. (Hacer cuadro de diferencias y semejanzas)
16. Diga el nombre de los personajes que conocen la relación entre Romeo y Julieta.
17. Copie el final de la de la historia, mirando el texto escrito original (puedes  consultarlo en un libro o por internet)

18. Escriba otro título que le pondría la historia y diga por qué razones le colocaría ese título

domingo, agosto 23, 2015

EL PODER DE LAS HISTORIAS



  EL PODER DE LAS HISTORIAS: LAS PALABRAS DE JAIBANA SALVADOR


Por: Juan José Hoyos

Voy a hablar de las historias. Del poder de las historias. Y, para empezar, voy a contar una historia. Tengo, sin embargo, un problema: la historia me sucedió a mí, y por eso tendré que contarla en primera persona. Después de trabajar casi diez años como periodista, cubriendo las noticias de todos los días, no me cuesta trabajo adoptar el estilo frió, basado en la objetividad descriptiva, en la que suprime la personalidad del reportero; no hablamos, informamos; no conversamos, exponemos. Es el estilo propio de casi todos los periódicos de nuestro país y uno tiene que acostumbrarse a el, aunque no le guste, si no quiere quedarse sin trabajo. En cambio, siento terror  cada que tengo que poner sobre  el papel  ese horrible pronombre personal que comienza con la  letra “y” y termina con la” o”.

La historia que quiero contar es esta: hace unos años, cuando trabajaba como corresponsal  de El Tiempo, un amigo me contó que en Valparaíso, un municipio perdido entre cafetales y montañas, en el suroeste de Antioquia, había sucedido una cosa muy rara con una pequeña tribu de indios katíos. La tribu había sido aniquilada casi por completo durante la violencia de los años cincuenta. El puñado de hombres y mujeres que sobrevivieron, lo lograron porque se internaron en los bosques y vivieron durante años en lo alto de los árboles, después de borrar a su alrededor todo signo de vida. Para no morir, aprendieron a vivir convertidos en hombres callados e invisibles que no dejaban huella alguna, que no hacían nada que delatara la presencia de vida humana.

Cuando volvieron a pisar la tierra y regresaron a las parcelas que antes eran suyas, mucho tiempo después, encontraron que el mundo era distinto. Todo había cambiado de dueños. En la región no había quedado vivo ni un solo indio. Entonces se dedicaron a vagabundear por las orillas del rió Conde, y a vivir de las caza, de la pesca, y del abigeato.

Hasta que un día un señor de la región heredó varias hectáreas de tierra situadas junto al río y decidió volverlas a los indios. El señor no atendió los ruegos de su familia ni el de los hacendados cafeteros de la región, que detrás de su decisión veían venir un pleito de tierras.

Todavía recuerdo la cara de estupor con que me contaba esta historia el jaibaná Salvador cuando me hablaba del día en que el señor, que se llamaba Vicente, los reunió a todos y les dijo que esa tierra era de ellos... Que se juntaran de nuevo y construyeran sus ranchos donde quisieran...

El gesto de Vicente les cambió la vida, por completo. Los Katíos dejaron de ser nómadas y de “robar” vacas y se dedicaron a sembrar la nueva tierra. Yo fui hasta allá y escribí una crónica contando la historia de la tribu porque me pareció hermoso encontrar una historia de esas en un país donde cada año mueren asesinados miles de indígenas por defender los últimos pedazos de tierra que aún les quedan.
El relato conmovió a muchos lectores. Pero, en cambio, a los indios y a Vicente les causó muchos problemas. Para empezar, la tribu comenzó a ser visitada por un ejército de antropólogos que querían estudiar de cerca ese fenómeno. Les parecía muy extraño el paso de un estado semi-nómada a uno sedentario, en pleno siglo XX. De otro lado, a Vicente comenzaron a lloverles cartas y telegramas de todos los rincones del país. Alguno de ellos era de gente que el ni siquiera conocía. El fue el primero que se puso bravo conmigo. Por unas semanas se volvió famoso y el era un hombre místico y sencillo que deseaba solo vivir en paz. “Yo ni hice nada malo” me dijo, años después, cuando volvimos a hablar del asunto. “Yo simplemente les devolví lo que era de ellos. En cambio usted nos jodió a todos con eso que escribió.” El segundo en ponerse bravo fue el Jaibaná Salvador.

Yo pienso que Vicente tenia alguna razón en ponerse bravo. En cambio, el Jaibaná Salvador tenia toda la razón:  uno de los antropólogos que fue a visitarlo, después de la publicación de la crónica, le robó un tambor.

Cuando el amigo que me había acompañado a visitar la tribu me contó lo del tambor, me quedé mudo. Yo sabía lo que para el Jaibaná Salvador significaba ese tambor. Había sido fabricado con la piel de un mico cuya especie se había extinguido hasta en las selvas del Chocó.

Había sido fabricado por una jaibaná viejo, a comienzos del siglo y había pasado por las manos de varias generaciones de brujos, a los que el llamaba “los abuelos de antigua”. El, personalmente, había recibido el tambor de manos de su abuelo, que también era jaibaná cuando estaba a punto de morir. La madera usada para fabricar la caja también era de una especie de árbol extinguida“ El jaibaná no ha vuelto a hablar desde ese día” me dijo mi amigo. “No sale de la casa. No quiere que lo vea nadie”. El viejo tenía motivos más que suficientes para estar así. El tambor lo usaba para casi todo. Cuando los indios iban a sembrar, él presidía una celebración a la tierra en la que tenía que tocar el tambor. Si los cultivos eran atacados por una plaga, los indios lo llamaban y el entonaba un rezo. Para el canto, necesitaban el tambor. Lo mismo sucedía para curar un enfermo, para espantar los animales ponzoñosos, para sacar al diablo de un cuerpo de un cultivo. Esto para no hablar de “Bené Cúa”, una ceremonia religiosa que ellos celebraban una vez por año y que tenia para la tribu una importancia mayor que la celebración de la pascua para los judíos.

Yo entendí su vergüenza ante la tribu cuando me enteré de los detalles de la historia. El “robo” no había sido un robo propiamente dicho. El jaibaná se puso a tomar aguardiente con los antropólogos. Y yo recordaba cómo tomaba él cada trago: “Ituá, para calentar el alma” decía antes. Y de verdad que lo tomaba para calentar el alma. La borrachera para él, como para casi todos los demás brujos indígenas, equivalía a la búsqueda de un estado místico, sagrado. De hecho el “Bené Cúa” comenzaba con una borrachera. Cuando su abuelo era el brujo, tomaba chicha fabricada a base de maíz. Ahora la chicha no existía más, y ellos se vestían con pantalones de dril y botas de caucho,como los demás campesinos, y el brujo se veía obligado a tomar aguardiente antes de las ceremonias religiosas. (Por supuesto que a Jaibaná Salvador  esto no le disgustaba). En medio de los tragos, el antropólogo le propuso la negociación: “Le cambio el tambor por esta flauta...este tenedor y este cuchillo...Por este portacomidas...Por estos doscientos pesos...” Cuando el jaibaná despertó de la borrachera, uno o dos días más tarde, los antropólogos ya se habían esfumado...y el tambor no estaba por ninguna parte.

Después de escuchar toda la historia yo no sabía qué hacer. Nadie en la tribu, ni siquiera el brujo, sabia los nombres de los antropólogos, ni de dónde eran, ni dónde vivían, ni donde trabajaban. Y yo  me sentía culpable, de algún modo, del robo del tambor.

Sabía que ellos jamás habrían descubierto la tribu si la crónica no hubiera aparecido en las páginas de El Tiempo. Pasé varios días tan tristes y callados como los del jaibaná Salvador. De pronto pensé que por una historia como la que había escrito en El Tiempo se había jodido la vida del jaibaná Salvador, con otras historias la vida se podía arreglar.

Entonces decidí escribir la historia completa. Y traté de contar el desamparo en que los ladrones habían dejado al brujo y a la tribu, con el robo del tambor. Al final de la crónica, les dije a los antropólogos que el jaibaná estaba dispuesto a devolverles la flauta, el portacomidas, el tenedor, el cuchillo y la cuchara y hasta los doscientos pesos que le habían dejado, con tal de que ellos le devolvieran el tambor. Como yo estaba seguro de que los antropólogos vivian en Medellín, y El Tiempo se lee poco en mi ciudad, le pedí a un colega de El Mundo que publicara la crónica en su periódico, sin firma, y de ser posible en la primera página. Como dirección para devolver el tambor dimos la del periódico. El brujo mandó desde Valparaíso la flauta dulce, el portacomidas, la cuchara, el tenedor, el cuchillo y hasta los doscientos pesos.

Durante varios días las noticias importantes que el diario tenía que registrar no dejaron espacio para la crónica. Pero, finalmente, una semana después, la historia apareció, tal como yo lo había pedido, en un lugar destacado. Además le agregaron una foto del brujo y otra del portacomidas y la flauta, y le pusieron un titulo que me gustó mucho, una especie de orden, levantada en un cuerpo de mas de cuarenta puntos: “¡que devuelvan el tambor!” Pasaron los días y el tambor seguía sin aparecer. Al cabo de un tiempo, cuando los estudiantes de la universidad regresaron de vacaciones y se reiniciaron las clases, unos profesores de antropología de la universidad de Antioquia pusieron fotocopias de la crónica en todas las carteleras de la ciudad universitaria.

Al día siguiente, por la noche, recibí una llamada del jefe de redacción de El Mundo. Decía que en el periódico había una fiesta. Que fuera a acompañarlos. ¡Que habían devuelto el tambor! Nunca voy a olvidar lo que sentí cuando cogí entre mis manos el tambor. Esa misma noche fui a la casa de mi amigo y lo dejé bajo su cuidado. El jaibaná Salvador lo recibió ocho días después. Mi amigo me contó que la fiesta de la tribu duró dos días. Eso no produjo ningún asombro. Las palabras del brujo, cuando cogió el tambor entre sus manos, otra vez, sí me dejaron pasmado. El dijo: “Ese hombre tiene más poder que yo...”

Yo me quedé pensando : Eso no es verdad. Yo no puedo curar enfermos. Yo no puedo conjurar las plagas de las cosechas. Yo no soy capaz de curar la mordedura de una serpiente, ni sacar el diablo del cuerpo de un hombre vivo. Y si se refiere al poder de un periodista está muy equivocado porque todos los periodistas hemos escrito miles y miles de noticias y llenamos con tinta, días tras días, miles de toneladas de papel y, sinembargo, no pasa nada, todo sigue igual. Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que las palabras del Jaibaná Salvador eran muy sabias. Ahora entiendo a qué clase de poder se refería él cuando hablaba de “poder”.

El escritor inglés Edward Morgan Forster sabía muchas cosas acerca de ese poder: “El hombre de Neanderthal escuchaba historias, si hemos de juzgar por la forma de su cráneo.  Su primitivo público estaba constituido por tipos desgreñados, que, cansados de enfrentarse con mamuts o rinocerontes lanudos, miraban boquiabiertos en torno a una fogata; sólo les mantenía despiertos el suspenso.   ¡Qué ocurría a continuación?  El novelista proseguía su relato con voz monótona, y en cuanto el auditorio adivinaba lo que ocurría a continuación, se quedaban dormidos o le mataban.  Podemos calcular el riesgo que corrían si pensamos en la profesión de Sherezada en tiempos algo posteriores.  Si la joven escapó a su destino fue porque supo esgrimir el arma del suspenso: el único recurso literario que surte efecto ante tiranos y salvajes.  Y aunque era una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios, ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la caracterización de sus personajes y experta conocedora de tres capitales de Oriente, no recurrió a ninguna de esas dotes al intentar salvar la vida ante su intolerante marido.  No eran más que un elemento secundario.  Si sobrevivió fue gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría a continuación.  Cada vez que veía amanecer se detenía en la mitad de una frase, dejándolo boquiabierto.  ‘ En este momento, Sherezada vio rayar las primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio.’ Esta frasecita sin interés constituye la columna vertebral de Las Mil y  una Noches.

Forster menciona Las Mil y una Noches.  Sin embargo, esa no fue la primera historia que escribió la humanidad.  Los hallazgos de los arqueólogos hacen pensar que las primeras historias se escribieron casi todas en verso.  Parece que la métrica permitía a los poetas memorizar con mayor facilidad losacontecimientos y mantener  la atención de los oyentes.  Esta tradición se mantuvo en la India –cuna de las civilizaciones más antiguas- durante muchos siglos y se propago luego a Persia y a Grecia.  En Grecia, a los poetas épicos se sumaron los poetas trágicos, escritos con un estilo de extrema tensión que robaba a los espectadores su “libertad de ánimo”.  Varios siglos después, en la Edad Media, aún abundaban, en los caminos de Europa y en las cortes, los juglares, los trovadores y los romanceros que contaban leyendas y cantaban, a su modo, antiguas gestas.  Los poemas trágicos de Grecia, por su parte, sentaron las bases para el desarrollo posterior del teatro y la novela, al legar a ambos géneros su estructura dramática.

El hallazgo de unas tablas de arcilla con escritura cuneiforme en la región de Sumer (situada en el antiguo territorio de Persia, hoy ocupado por los estados de Irán e Irak) nos da la pista del que tal vez fuera el primer cronista de la especie humana que dejó algún vestigio: un hombre que relato las guerras entre las ciudades fronterizas de Lagash y Umma, hacia el año 2400 antes de nuestra era. En esa época no había periódicos pero el cronista hizo lo mismo que haría hoy un corresponsal de guerra.  Muchos siglos después aparecieron, en Grecia, Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Plutarco.  Ellos se llamaban a sí mismos “cronistas” porque escribían “crónicas”.   De este modo la crónica se convirtió en la primera forma de hacer historia, de contar lo que pasaba.

En occidente sabemos menos de lo que sucedía en esta época con culturas más antiguas y más lejanas, como las de oriente.  Pero hoy también se conoce que en las cortes imperiales de China y Persia había cronistas que, por decisión imperial, debían dedicar todo su tiempo a relatar por escrito  los acontecimientos más importantes del país.  En China, la formación de los futuros emperadores incluía la lectura atenta de los relatos de los antiguos cronistas del imperio.

Pero el papel de los cronistas también fue importante en imperios más recientes y cercanos.  El descubrimiento de América produjo en España y en el nuevo mundo una explosión de cronistas.  Con el tiempo, esta actividad adquirió el rango de oficio.  Felipe II creó el cargo de Cronista Mayor de Indias en 1571.  el cronista servía al Estado de la mejor manera posible: relataba los hechos históricos que llegaban a su conocimiento con mayor precisión y verdad que podía.  Sin conocer esos hechos, ni el Rey, ni el consejo de Indias podían gobernar de forma adecuada.  Por disposición real, el Cronista Mayor de Indias debía ser “hombre de cultura, buen escritor, de vida honrada en público y en privado”, porque se trataba de una “responsabilidad alta y noble”.  Para que pudiera desempeñar su papel a cabalidad, la corona dotó el cargo con un estipendio de cien mil maravedís y ordenó a los ministros entregar el Cronista Mayor todos los documentos necesarios.  El documento, con la firma del Rey, ordenó, además, que el cronista debería “averiguar lo que en aquellas partes oviere acaecido”  y  “hacer y compilar la historia general, moral particular de los hechos o cosas memorables”,  y escribir “bien y fielmente”, de modo que “salga muy cierta” la historia.

La crónica también sirvió a viajeros y naturistas que vinieron a América a observar y estudiar la naturaleza.  Hoy, estos relatos, y los de los llamados Cronistas de Indias, nos han permitido reconstruir buena parte de la historia del continente.  La lista es muy larga pero podemos recordar a algunos de ellos: Fray Bernardino de Sahagún, el Inca Garcilazo de la Vega, Francisco López de Gómara, Bernal Días del Castillo...

Con la llegada de la imprenta a América y la aparición de los primeros semanarios y hebdomadarios, la crónica entró a los periódicos.  En Inglaterra, donde comenzaba a gestarse la revolución industrial, había entrado hacía tiempo.  De hecho, era el género más importante de los periódicos, al  lado de las cotizaciones de la Bolsa de Londres, los remitidos, los obituarios y los kilómetros comentarios editoriales.

En ese país, en 1704, Daniel Defoe, novelista famoso pero también gran periodista, inició una pequeña revolución en el estilo.  El experimento comenzó en The Review, la publicación que con el tiempo pasó a convertirse en el primer periódico  inglés digno de llevar ese nombre.  Defoe comenzó a separar, por primera vez, la sección informativa de la sección editorial, distanciando el campo de las noticias del de las opiniones, apoyándose en la idea de que los hechos son sagrados y la opinión es libre.  Parece que Defoe tenía razón en lo que se refería a la primera parte de esta afirmación, pero no a la segunda.  Por difundir libremente sus opiniones fue encarcelado varias veces.  Como continuó escribiendo en los periódicos y además se atrevió a publicar un folleto titulado Procedimientos expeditivos contra los disientes,  fue condenado por un tribunal a perder las orejas y a pagar una multa de doscientas libras.  Después de todas esas tribulaciones Defoe alcanzó la fama y se ganó la simpatía de miles de lectores.  Con su obra literaria y periodística, Defoe cambió el estilo de hacer los periódicos y también la forma de hacer novela.  Además dejó para la posterioridad una de las más grandes crónicas de la historia, su Memoria del año de la peste.  En ella relató la muerte de miles de compatriotas y el terror que se apoderó de Londres durante la “Gran Visita”, como él mismo la llamó, en 1665.

La revolución iniciada por Defoe se consolidó a fines del siglo XIX con la industrialización de la prensa de los Estados Unidos y en Europa, que permitió la aparición del periódico de un centavo de dólar: un producto dirigido al hombre de la calle, un papel vendido no ya para un número reducido y privilegiado de suscriptores, casi todos miembros de un mismo partido político, sino voceado en las esquinas.  La venta abierta cambió el esquema de los periódicos y, por supuesto, cambió el estilo de redactar las noticias.

Antes de la década de 1800, las informaciones se reducían a remitidos muy cortos, que trataban de relatar los acontecimientos del día en forma cronológica, y que a menudo eran incoherentes.  La aparición del periódico de gran circulación, donde el valor monetario del espacio se multiplicó por cien, creó un método nuevo de narrar las noticias en forma sucinta y organizada.  En 1894, un libro de texto usado en las primeras escuelas de periodismo de los Estados Unidos afirmaba confiadamente que casi todos los grandes diarios norteamericanos seguían la costumbre de escribir un párrafo inicial que contenía “el meollo de toda la información”: la pirámide de los antiguos cronistas se había volteado al revés.

El impacto del telégrafo y del teléfono también contribuyó a este replanteamiento en la forma de contar las noticias.  Tal vez quien mejor encarna la transición entre la prensa antigua y moderna, por esta época, es Joseph Pulitzer, el inmigrante europeo que inventó la “primera Página” y prendió la mecha de la nueva “revolución de las noticias”.  Dirigiendo dos periódicos que hasta entonces eran considerados de poca monta ( The San Louis Post Dispatch y The New York World), Pulitzer cambió por completo las reglas del negocio de la prensa y creó un nuevo estilo que, con pocas variantes, es el mismo que todavía perdura en muchos periódicos de occidente.  La impronta de este estilo está resumida en las palabras que dirigió a los encorbatados escritores del World, acostumbrados a escribir solamente comentarios editoriales de corte decimonónico, cuando los obligó a abandonar sus lustrosos escritorios y salir a la calle en busca de noticias.

El nuevo estilo refinó su aspecto  con Adolph Ochs y Arnold Bennet, en The New York Times.  Ochs compró el periódico en 1896 por unos cuantos miles de dólares.  La circulación no sobrepasa los ocho mil ejemplares diarios.  Apoyándose nada más que en el discreto atractivo del nuevo estilo, basado en la economía expresiva que mutila detalles superfluos y elimina cualquier barroquismo verbal, y en el destierro absoluto de la vieja prosa partidista del siglo XIX, el Times elevó su circulación a noventa mil ejemplares en sólo dos años, con el respaldo de una nueva clase de lectores instruidos e interesados en los acontecimientos de todo el país.  Ellos representaban un grupo dispuesto a leer reseñas de noticias políticas en las que no se intentara decidir por ellos.

The New York Times fue, pues, junto con los periódicos de Joseph Pulitzer, el inventor de esa nueva forma de narrar que desplazó a la crónica, volteando la pirámide al revés, y que puso en cintura el estilo panfletario de los redactores políticos.  Desde entonces el campo de las noticias se separó del campo de las opiniones.  Se entronizó la escuela del llamado “periodismo objetivo”.  La noticia se convirtió en la punta de lanza del primer campo.   El editorial pasó a ser  la punta de lanza del segundo.            

Por fortuna hubo géneros que quedaron flotando entre los dos campos, y especialmente uno, de origen literario: la crónica.  La nueva preceptiva y el nuevo estilo basados en la objetividad impedían que este viejo relato pudiera entrar en el mismo campo de las formas periodísticas que proscribían el tono personal en el lenguaje: “Una actividad regida por manuales de estilo que uniformaban la redacción y reclaman un lenguaje impersonal, fatalmente desterraba de sus predios a todo género que reflejara y resaltara el sello personal y creativo de su autor”, dice el periodista Earle Herrera.

Esta confusión acerca de dónde ubicar la crónica, si en el primero o en el segundo campo, tiene que ver con el papel desempeñado por la crónica desde su nacimiento y hasta con la raíz griega que la define (cronos: tiempo).  La crónica nació –ya lo vimos en el caso de los persas, los griegos y hasta los españoles- como la relación de hechos y acontecimientos en el orden en el cual sucedieron en el tiempo.  Su finalidad no era presentar opiniones sino informar a los reyes, a las grandes casas comerciales y a las cortes sobre lo que pasaba en el mundo y en el propio país.  El relato, pues, seguía el orden  de los acontecimientos.  La prensa industrial de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX, a la luz de los postulados de la objetividad, terminó por trazar límites rígidos no sólo entre lo que debía considerarse información y lo que era opinión, sino también entre los distintos géneros de los dos grandes campos en los que se dividió el periodismo.  La crónica no pudo encontrar una casilla en ese esquema rígido, lleno de subdivisiones.  La crónica se mantuvo aparte, en una especie de limbo, y no sólo preservó su estructura narrativa.  También preservó una gama de temas de los que nadie se ocupaba.  (No puedo evitar recordar algunos de ellos, usando las palabras de uno de los cronistas más grandes de la prensa latinoamericana.   Hablo de Roberto Arlt y de las “Aguafuertes porteñas” que publicaba puntualmente en el diario El Mundo, de Buenos Aires, cada semana.  Los lectores las buscaban con tanta avidez que el diario duplicaba ese día el número de ejemplares vendidos.  Sus títulos lo dicen todo de esas crónicas: “Días de neblina”, “El drama del cobrador”, “Solcito de arrabal”, “El vecino que se muere”, Ropa para obreros”, “El placer de vagabundear”, “Ventanas iluminadas”, “La tristeza del sábado”, “El bizco enamorado “, “Los señores que trabajaban de ladrones”.) 

Y así, sepultada en la brecha que se abrió entre la redacción de noticias y la sección editorial, la crónica siguió en la sombra.  Y, desde la sombra, comenzó a hacer estragos entre los nuevos campeones de la noticia.  Para empezar, se convirtió en el género de la batalla usado por los redactores de la sección de noticias judiciales, la “infantería de marina” de casi toda redacción.  William Randolph Hearst la convirtió en el anzuelo de sus periódicos para aumentar la circulación.  Hearst descubrió que la gente quería noticias, pero que no podía vivir sin historias.  Y llenó sus periódicos de historias.  Luego, la crónica se apoderó también de las páginas deportivas de los diarios hasta el punto de que de un tiempo en adelante, sobre todo después de Ring Lardner, los redactores de esa sección comenzaron a llamarse a sí mismos “cronistas deportivos”.

Finalmente, este viejo relato, de origen literario, que sirvió a los sumerios para relatar sus guerras; a Sherezade para salvar su vida; a los griegos, para contar sus batallas con dioses y profanos; a los viajeros españoles e italianos para contar su asombro ante las maravillas del nuevo mundo que estaban descubriendo y a los reyes de España para tomar las más rectas decisiones en beneficio de su imperio, sirvió también a los periodistas de comienzos de este siglo para inventar un nuevo relato, género mayor del periodismo escrito de todos los tiempos.  Hablo del reportaje moderno, hijo rebelde de la noticia, pero también de la novela realista del siglo XIX; hijo de la entrevista pero, por encima de todo, hijo de la crónica.

El nuevo género nació donde debía nacer: en esa franja loca de la redacción de los periódicos, menospreciada por casi todos, que es la sección judicial, y en esa otra franja, también loca y suicida: la de los corresponsales de guerra.  Ambos, los lugares de la redacción donde un periodista está más “tocado” por la vida y la muerte que cualquier otro ser de su especie...

Con el tiempo, y con la difusión de los trabajos de los primeros grandes maestros  -hablo de Henry Morton Stanley, de John Reed, de Stephen Crane, de Ernest Hemingway- el reportaje se abrió paso y se consolidó, sobre todo en las revistas, como uno de los grandes géneros  de la prensa escrita.  Acabadas las dos guerras mundiales, la prensa diaria lo sepultó en el olvido, como había hecho con la crónica a comienzo del siglo.

Mientras tanto, el llamado periodismo informativo, basado en la objetividad descriptiva, siguió llenando las páginas y continuó funcionando como una maquinaria anónima especializada en seleccionar entre el infinito número de acontecimientos de todos los días aquello que, según la maquinaria, merecía ser incluido en la categoría de noticias.     

Los límites de la verdad impuestos por las normas congeladas de este “periodismo objetivo” comenzaron a volverse demasiado evidentes a fin de los años sesenta  en el  mismo periodo que casi un siglo antes había inventado el discurso informativo. Un incidente sucedido con un policía de la ciudad de New York ilustra el problema: David Burnham, reportero del New York Times, escribió un reportaje sobre la corrupción policial, en 1970, basado en informaciones obtenidas del oficial Serpico y otros agentes de la policía metropolitana. Los directores del diario detuvieron el reportaje: Serpico no era funcionario público y, si publicaban la historia, temían que se pensara  que estaban fabricando noticias y no informando.

Dio la casualidad de que Burnham encontró al secretario  de prensa del alcalde  Jhon Lindsay en una fiesta , en abril de 1970, y le dijo lo que sabía del departamento de policía; dos días después, Lindsay anunció una investigación oficial. En cuanto recibió el estímulo esperado por todos los diarios matriculados en el desgastado esquema  del periodismo informativo, un funcionario público había actuado; el Times respondió publicando el artículo de Burnham al día siguiente. Si las reglas del llamado periodismo objetivo dicen que para escribir de un tema hay que esperar a que un funcionario público hable o actué al respecto, o a que un dirigente político o gremial conceda una declaración o pronuncie un discurso, esto quiere decir que los periódicos han acabado por ceder gran parte del control sobre la definición de las noticias a los funcionarios públicos y a los dirigentes políticos y gremiales.

Afortunadamente, en el periodismo, como en la vida, el antiguo orden se invierte con alguna frecuencia y lo que está arriba pasa a estar abajo, y viceversa. Poco a poco en casi todo el mundo, después de 1970, frente al desgaste inocultable del esquema del periodismo informativo, la prensa escrita y hasta la televisiva han vuelto a echar mano de la crónica y el reportaje. Esto quiere decir que han vuelto a descubrir lo que hace muchos siglos descubrió Sherezade: el poder de las historias. En Estados Unidos se necesitaron varios años y otra guerra (la Vietnam) para que, primero las revistas y luego los periódicos, abriera otra vez sus puertas a los periodistas que seguían empecinados en escribir historias. Ellos volvieron a entender la vieja pirámide narrativa de la crónica, puesta boca abajo por los diarios de la era industrial, resucitaron los géneros narrativos del periodismo y se dedicaron a escribir relatos con estructura dramática. Uno de estos hombres fue Gay Talese. Otro menos conocido en el mundo de habla hispana, fue Jimmy Breslin.

No quiero terminar esta larga historia sobre la crónica y el reportaje sin hablar de Jimmy Breslin. Pienso que él, sin ser un escritor con un estilo tan cultivado como el de Truman Capote, entendió mas que nadie el poder de las historias. Tom Wolfe cuenta que Breslin entró al Herald Tribune a comienzos de los sesenta a escribir una columna local. “Llegó al periódico de la nada, lo que quiere decir que había escrito un centenar de artículos para revistas como True, Life y Sport Ilustrate.” Breslin había despertado la atención de uno de los editores del diario por su libro sobre los Mets, de New York. Lo que querían de él era un tipo de columna que contrarrestara la pesadez apabullante de la página editorial del Tribune, abarrotada de artículos de Walter Lipman, Joseph Alsop, etc.

Sobre esa experiencia dice Wolfe: “En cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento revolucionario. Hizo el descubrimiento que era realmente factible que un columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie  con su propio y genuino esfuerzo personal. Breslin iba a ver al redactor-jefe local para preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se marchaba de la casa, cubría la información a manera de un reportero, y la desarrollaba luego en la columna. Si la noticia era lo bastante significativa, su columna comenzaba en primera página, en vez de en el interior. Por obvio que pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los columnistas del periódico, fuesen locales o  nacionales. Los columnistas locales resultan aún más patéticos, si tal cosa es posible. Arrancan por lo general con el depósito lleno (...) vendiendo al por menor en letra impresa todos los maravillosos “mots” y anécdotas que han recogido a la hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas, sin embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el tema. Empiezan a escribir sobre cosas graciosas que ocurrieron cerca de su casa el otro día, sobre chistes caseros(...), o sobre algún libro o articulo fascinante que haya estimulada su imaginación, o sobre cualquier cosa que haya visto en la televisión. ¡ Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible casi a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica, artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma hambrienta 8) Pero Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el día recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse frente a una mesa de redacción local. Todo un espectáculo. Breslin era un Irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera negra y las agallas de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba hasta adquirir la forma de una bola de “bolos” : Se ponía a beber café y a fumar cigarrillos hasta que el vapor comenzaba a impulsar su cuerpo. Parecía un balón alimentado con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a teclear. Nunca he visto un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de una hora de cierre fija. Recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del sindicato de Camioneros llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo; Breslin presentaba la imagen del sol que entra a través  de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique del Provenzano: “La mañana no estaba nada mal. El patrón, Tony Provenzano que es uno de los jefazos de la Unión de Camioneros, recorría arriba y abajo el pasillo que da paso a este tribunal Federal de Newark, con una pequeña sonrisa en el rostro, mientras sacudía por todas partes las cenizas de una boquilla blanca.”

“Hoy hace un día estupendo para pescar -decía Provenzano-, tendríamos que salir y hacernos a unas truchas." ¡Luego separó las piernas un poco para abordar un tipo gordo que se llamaba Jack  que vestía un traje gris. Tony  sacó la mano izquierda como si lanzara el anzuelo sobre Jack. El diamante que tony llevaba en el meñique brilló por la luz que entraba en las altas ventanas del pasillo. Luego Tony se ladeó y le pegó a Jack una palmada en el hombro con la mano derecha.”

“Siempre en el hombro -rió uno de los individuos que estaba en el pasillo-, Tony siempre le sacude a Jack en el hombro.” La historia continúa. El sudor brota en la cara del Provenzano. El juez lo condena a siete años. Breslin termina su crónica del día con una escena en una cafetería. Allí está comiendo carne y ensalada de frutas, puestos en una bandeja, el joven fiscal que trabajó en el caso: “No llevaba nada que brillara en la mano. El tipo que ha hundido a Tony  Provenzano no tiene un anillo de diamantes en el meñique.”

Wolfe dice entusiasmado: “ahí estaba, un relato breve, completo con un simbolismo y todo, y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre algo que ha ocurrido hoy, y que se puede comprar en el quiosco a las once de la noche por diez centavos...”

Breslin recibió al comienzo muchos calificativos, casi todos de parte de sus colegas: “Un policía que escribe”, “Un Damon Runyon dedicado a la asistencia social”. Y era cierto, Jimmy Breslin no parecía un periodista.  Parecía un taxista, con la gorra ladeada sobre un ojo.  Breslin no actuaba, en absoluto, como un periodista por lo menos corriente.  Llegaba al escenario mucho antes del acontecimiento, con el fin de recoger detalles del ambiente, ver el ensayo en el cuarto de maquillaje, obtener una historia que le permitiera crear un personaje.  Anillos, palmadas en el hombro, sudor.  Breslin era otro tipo duro.  Trabajaba como los viejos cronistas sumerios y griegos.  Vivía preocupado por los detalles.  Porque las historias (él lo sabía muy bien) se construyen siempre con detalles.  Detalles veraces recogidos con paciencia: en ellos está la verdad.

Gente como Breslin, como Capote, como Talese, fue la que dio la batalla más violenta contra la guerra de Vietnam.  El pueblo norteamericano se enteró de las atrocidades que cometieron sus soldados por los reportajes de Seymour Hersh, Michael Herr, Jhon Sack.  No por los comentarios editoriales contrarios a la guerra de los grandes diarios metropolitanos, ni por los cables noticiosos de la Upi o la Asociated Press, recogidos casi todos de boca del alto mando del ejército en salas de prensa, con aire acondicionado, en los hoteles de Saigón.  Los reporteros que escribieron estos relatos fueron al frente, con los soldados.  Después volvieron y contaron la historia.  Su voz de escritores brotó de la experiencia.  De este modo inyectaron nueva vida al poder maravilloso del relato.

Cuando los premios Pulitzer comenzaron a llover sobre este puñado de hombres que Tom Wolfe bautizó con el nombre de “nuevos periodistas” a pesar de que estaban haciendo una cosa muy vieja: contar historias, la voz institucional de muchos diarios norteamericanos comenzó a ser remplazada, poco a poco, por una voz más personal.  Una voz que daba cabida a la complejidad y a la contradicción.  Una voz que empezó a atraer a los lectores hacia algo que acaso sea más parecido al mundo real que esas informaciones que atienden “únicamente a los hechos”.

En Colombia, para desgracia nuestra y de miles de lectores, no ha ocurrido lo mismo. Los periodistas siguen, casi todos, ignorando por completo los cambios que se han dado en otras regiones del mundo.  Y siguen ignorando la vieja lección de Sherezade.  Tal vez por eso, a medida que pasan los años tienen más avisos pero menos lectores.  Algunos, para enfrentar la crisis, han dado luz verde a tímidos experimentos de renovación.  Pero no nos digamos mentiras: la mayoría continúa aferrada a la misma escuela que inventó The New York Times en 1898 (¡hace ya más de un siglo¡) para reemplazar la deteriorada prosa partidista de los periódicos del siglo XIX.  Otros ni siquiera han logrado abandonar el esquema anacrónico que desbarató Daniel Defoe, a comienzos del siglo XVIII, en la prensa inglesa, separando la sección informativa de la sección de comentarios.

Mientras tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia, sin lograr, siquiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años cuarenta y cincuenta: ahora nuestras ciudades son tan grandes que casi nunca vemos los crímenes y existen barrios de los que no sabemos ni siquiera los nombres.  La lista de crímenes por su parte, se ha vuelto tan larga que la Policía tiene que preparar un resumen, todos los días, con destino a la prensa.  Y frente a la violencia y el crimen nosotros nos hemos resignado a repetir casi todos los días, en coro con los boletines de la Policía, ese lugar común de la muerte: móviles y sindicados se desconocen”.  Y la vida pasa.  Y nosotros, los periodistas continuamos hundidos en la rutina, convertidos en amanuenses de ese lenguaje muerto inventado por industrias de los periódicos en las postrimerías del siglo XIX.  Un lenguaje que ha convertido a centenares de redactores en repetidores de fórmulas y esquemas para producir noticias, que el periodista cumple casi a la letra, como cumple el reglamento interno un obrero que trabaja en una fábrica de salchichas.Y las historias siguen ahí, sin que nadie las cuente.  De vez en cuando un periodista cansado de la inutilidad y el anacronismo de esa retórica se arriesga a escribir un libro de reportajes.  De vez en cuando un editor agudo le da la cabida a una que otra crónica, a una que otra historia escrita por un redactor empecinado en contar alguna cosa.

Yo dejé de trabajar en los periódicos hace unos años porque no podía escribir más historias.  Las noticias de la política, de la economía, la trascripción de los discursos y de las declaraciones de los jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro amanuense,  Un día comprendí, por fin, las palabras que dijo el Jaibaná Salvador cuando mi amigo le entregó el tambor.  El hombre que cuenta una historia tiene más poder.  Un poder que no puede medirse con votos, como el de los políticos, pero que a su modo es superior a todo eso.  Desde ese día me olvidé de los periódicos y me dedique a escribir historias.

Los periódicos pueden olvidarse de las historias, de las crónicas, de los reportajes, para abarrotar sus páginas con la retórica  partidista de corte decimonónico o con el “nuevo lenguaje” ahora demasiado viejo que inventaron Joseph Pulitzer y los editores del New York Times a comienzos de este siglo.  Pero los lectores no se olvidan tan fácilmente de las historias.  Los lectores necesitan historias.  Saben que en las historias está la verdad.  Saben, así no hayan estudiado periodismo en la universidad, que las historias “no sujetan al lector a un dogma que más tarde descubrirá inexacto, no dictan una lección que después deba olvidar. “Saben, como decía el novelista Robert Louis Stevenson, que las historias “repiten, reordenan, aclaran las lecciones de la vida; nos liberan de nosotros mismos.”  

Saben que las historias nos dicen que las cosas no son tan simples como a veces se piensa.  Y las buscan hasta en la última página.  Aquí se opera la misma lógica del reino de los cielos: los últimos son los primeros.  Yo pienso que se cuentan por millones las personas que empiezan a leer los periódicos por la última página, cuando encuentran una historia.  Eso se ve en las calles y en los buses, casi todos los días.  Cuando observo ese espectáculo reconfortante, yo recuerdo las palabras sabias del Jaibaná Salvador sobre el poder de las historias.  Las historias pueden causar estragos.  Las historias pueden explicar la vida en todas sus infinitas e inagotables manifestaciones.  La gente no puede vivir sin historias.  Y a veces, con un poco de suerte, una historia puede convencer a unos lectores de que devuelvan un tambor.  Las historias son muy poderosas.  El Jaibaná Salvador, como sucede a menudo con los brujos, esta vez también tenía toda la razón.
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miércoles, agosto 05, 2015

EL RAMO AZUL texto de Octavio Paz

EL RAMO AZUL

Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
—¿Dónde va señor?
—A dar una vuelta. Hace mucho calor.
—Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
—No se mueva , señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
—¿Qué quieres?
_Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada.
—¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
—No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
—Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
—Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
—Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
—Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
—No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
—No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
—Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente.
La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
—¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
—¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
—Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
—Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
—Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo

 Tomado de: Octavio Paz. “Un ramo azul” en el libro de cuentos Águila o Sol. (1951)


martes, julio 21, 2015

Carta a una señorita en París

Carta a una señorita en París

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.

Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la  casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me  ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la  piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y  al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la  mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.) Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro.

Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.) Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano –yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna, ni estrellas, ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.





No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes –no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros.


Autor: Julio Cortázar (Bruselas, 1914 - París, 1984)

Cuento publicado en: Bestiario hacia 1951, por la Editorial Sudamericana ( fue su primer libro de cuentos).