EL PODER DE LAS HISTORIAS: LAS PALABRAS DE JAIBANA SALVADOR
Por: Juan
José Hoyos
Voy a hablar
de las historias. Del poder de las historias. Y, para empezar, voy a contar una
historia. Tengo, sin embargo, un problema: la historia me sucedió a mí, y por
eso tendré que contarla en primera persona. Después de trabajar casi diez años
como periodista, cubriendo las noticias de todos los días, no me cuesta trabajo
adoptar el estilo frió, basado en la objetividad descriptiva, en la que suprime
la personalidad del reportero; no hablamos, informamos; no conversamos,
exponemos. Es el estilo propio de casi todos los periódicos de nuestro país y
uno tiene que acostumbrarse a el, aunque no le guste, si no quiere quedarse sin
trabajo. En cambio, siento terror cada
que tengo que poner sobre el papel ese horrible pronombre personal que comienza
con la letra “y” y termina con la” o”.
La historia
que quiero contar es esta: hace unos años, cuando trabajaba como
corresponsal de El Tiempo, un amigo me
contó que en Valparaíso, un municipio perdido entre cafetales y montañas, en el
suroeste de Antioquia, había sucedido una cosa muy rara con una pequeña tribu
de indios katíos. La tribu había sido aniquilada casi por completo durante la
violencia de los años cincuenta. El puñado de hombres y mujeres que
sobrevivieron, lo lograron porque se internaron en los bosques y vivieron
durante años en lo alto de los árboles, después de borrar a su alrededor todo
signo de vida. Para no morir, aprendieron a vivir convertidos en hombres
callados e invisibles que no dejaban huella alguna, que no hacían nada que
delatara la presencia de vida humana.
Cuando
volvieron a pisar la tierra y regresaron a las parcelas que antes eran suyas,
mucho tiempo después, encontraron que el mundo era distinto. Todo había
cambiado de dueños. En la región no había quedado vivo ni un solo indio. Entonces
se dedicaron a vagabundear por las orillas del rió Conde, y a vivir de las
caza, de la pesca, y del abigeato.
Hasta que un
día un señor de la región heredó varias hectáreas de tierra situadas junto al
río y decidió volverlas a los indios. El señor no atendió los ruegos de su
familia ni el de los hacendados cafeteros de la región, que detrás de su
decisión veían venir un pleito de tierras.
Todavía
recuerdo la cara de estupor con que me contaba esta historia el jaibaná
Salvador cuando me hablaba del día en que el señor, que se llamaba Vicente, los
reunió a todos y les dijo que esa tierra era de ellos... Que se juntaran de
nuevo y construyeran sus ranchos donde quisieran...
El gesto de
Vicente les cambió la vida, por completo. Los Katíos dejaron de ser nómadas y
de “robar” vacas y se dedicaron a sembrar la nueva tierra. Yo fui hasta allá y
escribí una crónica contando la historia de la tribu porque me pareció hermoso
encontrar una historia de esas en un país donde cada año mueren asesinados
miles de indígenas por defender los últimos pedazos de tierra que aún les
quedan.
El relato
conmovió a muchos lectores. Pero, en cambio, a los indios y a Vicente les causó
muchos problemas. Para empezar, la tribu comenzó a ser visitada por un ejército
de antropólogos que querían estudiar de cerca ese fenómeno. Les parecía muy
extraño el paso de un estado semi-nómada a uno sedentario, en pleno siglo XX.
De otro lado, a Vicente comenzaron a lloverles cartas y telegramas de todos los
rincones del país. Alguno de ellos era de gente que el ni siquiera conocía. El
fue el primero que se puso bravo conmigo. Por unas semanas se volvió famoso y
el era un hombre místico y sencillo que deseaba solo vivir en paz. “Yo ni hice
nada malo” me dijo, años después, cuando volvimos a hablar del asunto. “Yo
simplemente les devolví lo que era de ellos. En cambio usted nos jodió a todos
con eso que escribió.” El segundo en ponerse bravo fue el Jaibaná Salvador.
Yo pienso que
Vicente tenia alguna razón en ponerse bravo. En cambio, el Jaibaná Salvador
tenia toda la razón: uno de los
antropólogos que fue a visitarlo, después de la publicación de la crónica, le
robó un tambor.
Cuando el
amigo que me había acompañado a visitar la tribu me contó lo del tambor, me
quedé mudo. Yo sabía lo que para el Jaibaná Salvador significaba ese tambor.
Había sido fabricado con la piel de un mico cuya especie se había extinguido
hasta en las selvas del Chocó.
Había sido
fabricado por una jaibaná viejo, a comienzos del siglo y había pasado por las
manos de varias generaciones de brujos, a los que el llamaba “los abuelos de
antigua”. El, personalmente, había recibido el tambor de manos de su abuelo,
que también era jaibaná cuando estaba a punto de morir. La madera usada para
fabricar la caja también era de una especie de árbol extinguida“ El jaibaná
no ha vuelto a hablar desde ese día” me dijo mi amigo. “No sale de la casa. No
quiere que lo vea nadie”. El viejo tenía motivos más que suficientes para estar
así. El tambor lo usaba para casi todo. Cuando los indios iban a sembrar, él
presidía una celebración a la tierra en la que tenía que tocar el tambor. Si los
cultivos eran atacados por una plaga, los indios lo llamaban y el entonaba un
rezo. Para el canto, necesitaban el tambor. Lo mismo sucedía para curar un
enfermo, para espantar los animales ponzoñosos, para sacar al diablo de un
cuerpo de un cultivo. Esto para no hablar de “Bené Cúa”, una ceremonia
religiosa que ellos celebraban una vez por año y que tenia para la tribu una
importancia mayor que la celebración de la pascua para los judíos.
Yo entendí su
vergüenza ante la tribu cuando me enteré de los detalles de la historia. El
“robo” no había sido un robo propiamente dicho. El jaibaná se puso a tomar
aguardiente con los antropólogos. Y yo recordaba cómo tomaba él cada trago:
“Ituá, para calentar el alma” decía antes. Y de verdad que lo tomaba para
calentar el alma. La borrachera para él, como para casi todos los demás brujos
indígenas, equivalía a la búsqueda de un estado místico, sagrado. De hecho el
“Bené Cúa” comenzaba con una borrachera. Cuando su abuelo era el brujo, tomaba
chicha fabricada a base de maíz. Ahora la chicha no existía más, y ellos se
vestían con pantalones de dril y botas de caucho,como los
demás campesinos, y el brujo se veía obligado a tomar aguardiente antes de las
ceremonias religiosas. (Por supuesto
que a Jaibaná Salvador esto no le
disgustaba). En medio de los tragos, el antropólogo le propuso la negociación:
“Le cambio el tambor por esta flauta...este tenedor y este cuchillo...Por este portacomidas...Por
estos doscientos pesos...” Cuando el jaibaná despertó de la borrachera, uno o
dos días más tarde, los antropólogos ya se habían esfumado...y el tambor no
estaba por ninguna parte.
Después de
escuchar toda la historia yo no sabía qué hacer. Nadie en la tribu, ni siquiera
el brujo, sabia los nombres de los antropólogos, ni de dónde eran, ni dónde
vivían, ni donde trabajaban. Y yo me
sentía culpable, de algún modo, del robo del tambor.
Sabía que
ellos jamás habrían descubierto la tribu si la crónica no hubiera aparecido en
las páginas de El Tiempo. Pasé varios
días tan tristes y callados como los del jaibaná Salvador. De pronto pensé que
por una historia como la que había escrito en El Tiempo se había jodido la vida
del jaibaná Salvador, con otras historias la vida se podía arreglar.
Entonces
decidí escribir la historia completa. Y traté de contar el desamparo en que los
ladrones habían dejado al brujo y a la tribu, con el robo del tambor. Al final
de la crónica, les dije a los antropólogos que el jaibaná estaba dispuesto a
devolverles la flauta, el portacomidas, el tenedor, el cuchillo y la cuchara y
hasta los doscientos pesos que le habían dejado, con tal de que ellos le
devolvieran el tambor. Como yo estaba seguro de que los antropólogos vivian en
Medellín, y El Tiempo se lee poco en mi ciudad, le pedí a un colega de El Mundo
que publicara la crónica en su periódico, sin firma, y de ser posible en la
primera página. Como dirección para devolver el tambor dimos la del periódico.
El brujo mandó desde Valparaíso la flauta dulce, el portacomidas, la cuchara,
el tenedor, el cuchillo y hasta los doscientos pesos.
Durante
varios días las noticias importantes que el diario tenía que registrar no
dejaron espacio para la crónica. Pero, finalmente, una semana después, la
historia apareció, tal como yo lo había pedido, en un lugar destacado. Además
le agregaron una foto del brujo y otra del portacomidas y la flauta, y le
pusieron un titulo que me gustó mucho, una especie de orden, levantada en un
cuerpo de mas de cuarenta puntos: “¡que devuelvan el tambor!” Pasaron los
días y el tambor seguía sin aparecer. Al cabo de un tiempo, cuando los
estudiantes de la universidad regresaron de vacaciones y se reiniciaron las
clases, unos profesores de antropología de la universidad de Antioquia pusieron
fotocopias de la crónica en todas las carteleras de la ciudad universitaria.
Al día
siguiente, por la noche, recibí una llamada del jefe de redacción de El Mundo.
Decía que en el periódico había una fiesta. Que fuera a acompañarlos. ¡Que
habían devuelto el tambor! Nunca voy a
olvidar lo que sentí cuando cogí entre mis manos el tambor. Esa misma noche fui
a la casa de mi amigo y lo dejé bajo su cuidado. El jaibaná Salvador lo recibió
ocho días después. Mi amigo me contó que la fiesta de la tribu duró dos días.
Eso no produjo ningún asombro. Las palabras del brujo, cuando cogió el tambor
entre sus manos, otra vez, sí me dejaron pasmado. El dijo: “Ese hombre tiene más
poder que yo...”
Yo me quedé
pensando : Eso no es verdad. Yo no puedo curar enfermos. Yo no puedo conjurar
las plagas de las cosechas. Yo no soy capaz de curar la mordedura de una
serpiente, ni sacar el diablo del cuerpo de un hombre vivo. Y si se refiere al
poder de un periodista está muy equivocado porque todos los periodistas hemos
escrito miles y miles de noticias y llenamos con tinta, días tras días, miles
de toneladas de papel y, sinembargo, no pasa nada, todo sigue igual. Con el
paso del tiempo, me he dado cuenta de que las palabras del Jaibaná Salvador
eran muy sabias. Ahora entiendo a qué clase de poder se refería él cuando
hablaba de “poder”.
El escritor
inglés Edward Morgan Forster sabía muchas cosas acerca de ese poder: “El hombre
de Neanderthal escuchaba historias, si hemos de juzgar por la forma de su
cráneo. Su primitivo público estaba
constituido por tipos desgreñados, que, cansados de enfrentarse con mamuts o
rinocerontes lanudos, miraban boquiabiertos en torno a una fogata; sólo les mantenía
despiertos el suspenso. ¡Qué ocurría a
continuación? El novelista proseguía su
relato con voz monótona, y en cuanto el auditorio adivinaba lo que ocurría a
continuación, se quedaban dormidos o le mataban. Podemos calcular el riesgo que corrían si
pensamos en la profesión de Sherezada en tiempos algo posteriores. Si la joven escapó a su destino fue porque
supo esgrimir el arma del suspenso: el único recurso literario que surte efecto
ante tiranos y salvajes. Y aunque era
una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios,
ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la
caracterización de sus personajes y experta conocedora de tres capitales de
Oriente, no recurrió a ninguna de esas dotes al intentar salvar la vida ante su
intolerante marido. No eran más que un
elemento secundario. Si sobrevivió fue
gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría
a continuación. Cada vez que veía
amanecer se detenía en la mitad de una frase, dejándolo boquiabierto. ‘ En este momento, Sherezada vio rayar las
primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio.’ Esta frasecita sin
interés constituye la columna vertebral de Las Mil y una Noches.
Forster
menciona Las Mil y una Noches. Sin
embargo, esa no fue la primera historia que escribió la humanidad. Los hallazgos de los arqueólogos hacen pensar
que las primeras historias se escribieron casi todas en verso. Parece que la métrica permitía a los poetas
memorizar con mayor facilidad losacontecimientos
y mantener la atención de los
oyentes. Esta tradición se mantuvo en la
India –cuna de las civilizaciones más antiguas- durante muchos siglos y se
propago luego a Persia y a Grecia. En
Grecia, a los poetas épicos se sumaron los poetas trágicos, escritos con un
estilo de extrema tensión que robaba a los espectadores su “libertad de
ánimo”. Varios siglos después, en la
Edad Media, aún abundaban, en los caminos de Europa y en las cortes, los
juglares, los trovadores y los romanceros que contaban leyendas y cantaban, a
su modo, antiguas gestas. Los poemas
trágicos de Grecia, por su parte, sentaron las bases para el desarrollo
posterior del teatro y la novela, al legar a ambos géneros su estructura
dramática.
El hallazgo
de unas tablas de arcilla con escritura cuneiforme en la región de Sumer
(situada en el antiguo territorio de Persia, hoy ocupado por los estados de
Irán e Irak) nos da la pista del que tal vez fuera el primer cronista de la
especie humana que dejó algún vestigio: un hombre que relato las guerras entre
las ciudades fronterizas de Lagash y Umma, hacia el año 2400 antes de nuestra
era. En esa época no había periódicos pero el cronista hizo lo mismo que haría
hoy un corresponsal de guerra. Muchos
siglos después aparecieron, en Grecia, Heródoto, Tucídides, Jenofonte,
Plutarco. Ellos se llamaban a sí mismos
“cronistas” porque escribían “crónicas”.
De este modo la crónica se convirtió en la primera forma de hacer
historia, de contar lo que pasaba.
En occidente sabemos
menos de lo que sucedía en esta época con culturas más antiguas y más lejanas,
como las de oriente. Pero hoy también se
conoce que en las cortes imperiales de China y Persia había cronistas que, por
decisión imperial, debían dedicar todo su tiempo a relatar por escrito los acontecimientos más importantes del
país. En China, la formación de los
futuros emperadores incluía la lectura atenta de los relatos de los antiguos cronistas
del imperio.
Pero el papel
de los cronistas también fue importante en imperios más recientes y
cercanos. El descubrimiento de América
produjo en España y en el nuevo mundo una explosión de cronistas. Con el tiempo, esta actividad adquirió el rango
de oficio. Felipe II creó el cargo de
Cronista Mayor de Indias en 1571. el
cronista servía al Estado de la mejor manera posible: relataba los hechos
históricos que llegaban a su conocimiento con mayor precisión y verdad que
podía. Sin conocer esos hechos, ni el
Rey, ni el consejo de Indias podían gobernar de forma adecuada. Por disposición real, el Cronista Mayor de
Indias debía ser “hombre de cultura, buen escritor, de vida honrada en público
y en privado”, porque se trataba de una “responsabilidad alta y noble”. Para que pudiera desempeñar su papel a
cabalidad, la corona dotó el cargo con un estipendio de cien mil maravedís y
ordenó a los ministros entregar el Cronista Mayor todos los documentos
necesarios. El documento, con la firma
del Rey, ordenó, además, que el cronista debería “averiguar lo que en aquellas
partes oviere acaecido” y “hacer y compilar la historia general, moral
particular de los hechos o cosas memorables”,
y escribir “bien y fielmente”, de modo que “salga muy cierta” la
historia.
La crónica
también sirvió a viajeros y naturistas que vinieron a América a observar y
estudiar la naturaleza. Hoy, estos
relatos, y los de los llamados Cronistas de Indias, nos han permitido
reconstruir buena parte de la historia del continente. La lista es muy larga pero podemos recordar a
algunos de ellos: Fray Bernardino de Sahagún, el Inca Garcilazo de la Vega,
Francisco López de Gómara, Bernal Días del Castillo...
Con la
llegada de la imprenta a América y la aparición de los primeros semanarios y
hebdomadarios, la crónica entró a los periódicos. En Inglaterra, donde comenzaba a gestarse la
revolución industrial, había entrado hacía tiempo. De hecho, era el género más importante de los
periódicos, al lado de las cotizaciones
de la Bolsa de Londres, los remitidos, los obituarios y los kilómetros
comentarios editoriales.
En ese país,
en 1704, Daniel Defoe, novelista famoso pero también gran periodista, inició
una pequeña revolución en el estilo. El
experimento comenzó en The Review, la publicación que con el tiempo pasó a
convertirse en el primer periódico
inglés digno de llevar ese nombre.
Defoe comenzó a separar, por primera vez, la sección informativa de la
sección editorial, distanciando el campo de las noticias del de las opiniones,
apoyándose en la idea de que los hechos son sagrados y la opinión es
libre. Parece que Defoe tenía razón en
lo que se refería a la primera parte de esta afirmación, pero no a la
segunda. Por difundir libremente sus
opiniones fue encarcelado varias veces.
Como continuó escribiendo en los periódicos y además se atrevió a
publicar un folleto titulado Procedimientos expeditivos contra los
disientes, fue condenado por un tribunal
a perder las orejas y a pagar una multa de doscientas libras. Después de todas esas tribulaciones Defoe
alcanzó la fama y se ganó la simpatía de miles de lectores. Con su obra literaria y periodística, Defoe
cambió el estilo de hacer los periódicos y también la forma de hacer
novela. Además dejó para la
posterioridad una de las más grandes crónicas de la historia, su Memoria del
año de la peste. En ella relató la
muerte de miles de compatriotas y el terror que se apoderó de Londres durante
la “Gran Visita”, como él mismo la llamó, en 1665.
La revolución
iniciada por Defoe se consolidó a fines del siglo XIX con la industrialización
de la prensa de los Estados Unidos y en Europa, que permitió la aparición del
periódico de un centavo de dólar: un producto dirigido al hombre de la calle,
un papel vendido no ya para un número reducido y privilegiado de suscriptores,
casi todos miembros de un mismo partido político, sino voceado en las
esquinas. La venta abierta cambió el
esquema de los periódicos y, por supuesto, cambió el estilo de redactar las
noticias.
Antes de la
década de 1800, las informaciones se reducían a remitidos muy cortos, que
trataban de relatar los acontecimientos del día en forma cronológica, y que a
menudo eran incoherentes. La aparición
del periódico de gran circulación, donde el valor monetario del espacio se
multiplicó por cien, creó un método nuevo de narrar las noticias en forma
sucinta y organizada. En 1894, un libro
de texto usado en las primeras escuelas de periodismo de los Estados Unidos
afirmaba confiadamente que casi todos los grandes diarios norteamericanos
seguían la costumbre de escribir un párrafo inicial que contenía “el meollo de
toda la información”: la pirámide de los antiguos cronistas se había volteado
al revés.
El impacto
del telégrafo y del teléfono también contribuyó a este replanteamiento en la
forma de contar las noticias. Tal vez
quien mejor encarna la transición entre la prensa antigua y moderna, por esta
época, es Joseph Pulitzer, el inmigrante europeo que inventó la “primera
Página” y prendió la mecha de la nueva “revolución de las noticias”. Dirigiendo dos periódicos que hasta entonces
eran considerados de poca monta ( The San Louis Post Dispatch y The New York
World), Pulitzer cambió por completo las reglas del negocio de la prensa y creó
un nuevo estilo que, con pocas variantes, es el mismo que todavía perdura en
muchos periódicos de occidente. La
impronta de este estilo está resumida en las palabras que dirigió a los
encorbatados escritores del World, acostumbrados a escribir solamente
comentarios editoriales de corte decimonónico, cuando los obligó a abandonar
sus lustrosos escritorios y salir a la calle en busca de noticias.
El nuevo
estilo refinó su aspecto con Adolph Ochs
y Arnold Bennet, en The New York Times.
Ochs compró el periódico en 1896 por unos cuantos miles de dólares. La circulación no sobrepasa los ocho mil
ejemplares diarios. Apoyándose nada más
que en el discreto atractivo del nuevo estilo, basado en la economía expresiva
que mutila detalles superfluos y elimina cualquier barroquismo verbal, y en el
destierro absoluto de la vieja prosa partidista del siglo XIX, el Times elevó
su circulación a noventa mil ejemplares en sólo dos años, con el respaldo de
una nueva clase de lectores instruidos e interesados en los acontecimientos de
todo el país. Ellos representaban un
grupo dispuesto a leer reseñas de noticias políticas en las que no se intentara
decidir por ellos.
The New York
Times fue, pues, junto con los periódicos de Joseph Pulitzer, el inventor de
esa nueva forma de narrar que desplazó a la crónica, volteando la pirámide al
revés, y que puso en cintura el estilo panfletario de los redactores
políticos. Desde entonces el campo de
las noticias se separó del campo de las opiniones. Se entronizó la escuela del llamado
“periodismo objetivo”. La noticia se
convirtió en la punta de lanza del primer campo. El editorial pasó a ser la punta de lanza del segundo.
Por fortuna
hubo géneros que quedaron flotando entre los dos campos, y especialmente uno,
de origen literario: la crónica. La
nueva preceptiva y el nuevo estilo basados en la objetividad impedían que este
viejo relato pudiera entrar en el mismo campo de las formas periodísticas que
proscribían el tono personal en el lenguaje: “Una actividad regida por manuales
de estilo que uniformaban la redacción y reclaman un lenguaje impersonal,
fatalmente desterraba de sus predios a todo género que reflejara y resaltara el
sello personal y creativo de su autor”, dice el periodista Earle Herrera.
Esta
confusión acerca de dónde ubicar la crónica, si en el primero o en el segundo
campo, tiene que ver con el papel desempeñado por la crónica desde su
nacimiento y hasta con la raíz griega que la define (cronos: tiempo). La crónica nació –ya lo vimos en el caso de
los persas, los griegos y hasta los españoles- como la relación de hechos y
acontecimientos en el orden en el cual sucedieron en el tiempo. Su finalidad no era presentar opiniones sino
informar a los reyes, a las grandes casas comerciales y a las cortes sobre lo
que pasaba en el mundo y en el propio país.
El relato, pues, seguía el orden
de los acontecimientos. La prensa
industrial de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX, a la luz de los
postulados de la objetividad, terminó por trazar límites rígidos no sólo entre
lo que debía considerarse información y lo que era opinión, sino también entre
los distintos géneros de los dos grandes campos en los que se dividió el
periodismo. La crónica no pudo encontrar
una casilla en ese esquema rígido, lleno de subdivisiones. La crónica se mantuvo aparte, en una especie
de limbo, y no sólo preservó su estructura narrativa. También preservó una gama de temas de los que
nadie se ocupaba. (No puedo evitar
recordar algunos de ellos, usando las palabras de uno de los cronistas más
grandes de la prensa latinoamericana.
Hablo de Roberto Arlt y de las “Aguafuertes porteñas” que publicaba
puntualmente en el diario El Mundo, de Buenos Aires, cada semana. Los lectores las buscaban con tanta avidez
que el diario duplicaba ese día el número de ejemplares vendidos. Sus títulos lo dicen todo de esas crónicas:
“Días de neblina”, “El drama del cobrador”, “Solcito de arrabal”, “El vecino
que se muere”, Ropa para obreros”, “El placer de vagabundear”, “Ventanas
iluminadas”, “La tristeza del sábado”, “El bizco enamorado “, “Los señores que
trabajaban de ladrones”.)
Y así,
sepultada en la brecha que se abrió entre la redacción de noticias y la sección
editorial, la crónica siguió en la sombra.
Y, desde la sombra, comenzó a hacer estragos entre los nuevos campeones
de la noticia. Para empezar, se
convirtió en el género de la batalla usado por los redactores de la sección de
noticias judiciales, la “infantería de marina” de casi toda redacción. William Randolph Hearst la convirtió en el
anzuelo de sus periódicos para aumentar la circulación. Hearst descubrió que
la gente quería noticias, pero que no podía vivir sin historias. Y llenó sus periódicos de historias. Luego, la crónica se apoderó también de las
páginas deportivas de los diarios hasta el punto de que de un tiempo en
adelante, sobre todo después de Ring Lardner, los redactores de esa sección
comenzaron a llamarse a sí mismos “cronistas deportivos”.
Finalmente,
este viejo relato, de origen literario, que sirvió a los sumerios para relatar
sus guerras; a Sherezade para salvar su vida; a los griegos, para contar sus
batallas con dioses y profanos; a los viajeros españoles e italianos para
contar su asombro ante las maravillas del nuevo mundo que estaban descubriendo
y a los reyes de España para tomar las más rectas decisiones en beneficio de su
imperio, sirvió también a los periodistas de comienzos de este siglo para
inventar un nuevo relato, género mayor del periodismo escrito de todos los tiempos. Hablo del reportaje moderno, hijo rebelde de
la noticia, pero también de la novela realista del siglo XIX; hijo de la
entrevista pero, por encima de todo, hijo de la crónica.
El nuevo
género nació donde debía nacer: en esa franja loca de la redacción de los
periódicos, menospreciada por casi todos, que es la sección judicial, y en esa
otra franja, también loca y suicida: la de los corresponsales de guerra. Ambos, los lugares de la redacción donde un
periodista está más “tocado” por la vida y la muerte que cualquier otro ser de
su especie...
Con el
tiempo, y con la difusión de los trabajos de los primeros grandes maestros -hablo de Henry Morton Stanley, de John Reed,
de Stephen Crane, de Ernest Hemingway- el reportaje se abrió paso y se
consolidó, sobre todo en las revistas, como uno de los grandes géneros de la prensa escrita. Acabadas las dos guerras mundiales, la prensa
diaria lo sepultó en el olvido, como había hecho con la crónica a comienzo del
siglo.
Mientras
tanto, el llamado periodismo informativo, basado en la objetividad descriptiva,
siguió llenando las páginas y continuó funcionando como una maquinaria anónima
especializada en seleccionar entre el infinito número de acontecimientos de
todos los días aquello que, según la maquinaria, merecía ser incluido en la
categoría de noticias.
Los límites
de la verdad impuestos por las normas congeladas de este “periodismo objetivo”
comenzaron a volverse demasiado evidentes a fin de los años sesenta en el
mismo periodo que casi un siglo antes había inventado el discurso
informativo. Un incidente sucedido con un policía de la ciudad de New York
ilustra el problema: David Burnham, reportero del New York Times, escribió un
reportaje sobre la corrupción policial, en 1970, basado en informaciones
obtenidas del oficial Serpico y otros agentes de la policía metropolitana. Los
directores del diario detuvieron el reportaje: Serpico no era funcionario
público y, si publicaban la historia, temían que se pensara que estaban fabricando noticias y no informando.
Dio la
casualidad de que Burnham encontró al secretario de prensa del alcalde Jhon Lindsay en una fiesta , en abril de
1970, y le dijo lo que sabía del departamento de policía; dos días después,
Lindsay anunció una investigación oficial. En cuanto recibió el estímulo
esperado por todos los diarios matriculados en el desgastado esquema del periodismo informativo, un funcionario
público había actuado; el Times respondió publicando el artículo de Burnham al
día siguiente. Si las reglas
del llamado periodismo objetivo dicen que para escribir de un tema hay que
esperar a que un funcionario público hable o actué al respecto, o a que un
dirigente político o gremial conceda una declaración o pronuncie un discurso,
esto quiere decir que los periódicos han acabado por ceder gran parte del
control sobre la definición de las noticias a los funcionarios públicos y a los
dirigentes políticos y gremiales.
Afortunadamente,
en el periodismo, como en la vida, el antiguo orden se invierte con alguna
frecuencia y lo que está arriba pasa a estar abajo, y viceversa. Poco a poco en
casi todo el mundo, después de 1970, frente al desgaste inocultable del esquema
del periodismo informativo, la prensa escrita y hasta la televisiva han vuelto
a echar mano de la crónica y el reportaje. Esto quiere decir que han vuelto a
descubrir lo que hace muchos siglos descubrió Sherezade: el poder de las
historias. En Estados
Unidos se necesitaron varios años y otra guerra (la Vietnam) para que, primero
las revistas y luego los periódicos, abriera otra vez sus puertas a los
periodistas que seguían empecinados en escribir historias. Ellos volvieron a
entender la vieja pirámide narrativa de la crónica, puesta boca abajo por los
diarios de la era industrial, resucitaron los géneros narrativos del periodismo
y se dedicaron a escribir relatos con estructura dramática. Uno de estos
hombres fue Gay Talese. Otro menos conocido en el mundo de habla hispana, fue
Jimmy Breslin.
No quiero
terminar esta larga historia sobre la crónica y el reportaje sin hablar de
Jimmy Breslin. Pienso que él, sin ser un escritor con un estilo tan cultivado
como el de Truman Capote, entendió mas que nadie el poder de las historias. Tom
Wolfe cuenta que Breslin entró al Herald Tribune a comienzos de los sesenta a
escribir una columna local. “Llegó al periódico de la nada, lo que quiere decir
que había escrito un centenar de artículos para revistas como True, Life y
Sport Ilustrate.” Breslin había despertado la atención de uno de los editores
del diario por su libro sobre los Mets, de New York. Lo que querían de él era
un tipo de columna que contrarrestara la pesadez apabullante de la página
editorial del Tribune, abarrotada de artículos de Walter Lipman, Joseph Alsop,
etc.
Sobre esa
experiencia dice Wolfe: “En cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento
revolucionario. Hizo el descubrimiento que era realmente factible que un
columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material
a pie con su propio y genuino esfuerzo
personal. Breslin iba a ver al redactor-jefe
local para preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se
marchaba de la casa, cubría la información a manera de un reportero, y la
desarrollaba luego en la columna. Si la noticia era lo bastante significativa,
su columna comenzaba en primera página, en vez de en el interior. Por obvio que
pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los columnistas del
periódico, fuesen locales o nacionales. Los
columnistas locales resultan aún más patéticos, si tal cosa es posible.
Arrancan por lo general con el depósito lleno (...) vendiendo al por menor en
letra impresa todos los maravillosos “mots” y anécdotas que han recogido a la
hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas, sin
embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan
boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el tema.
Empiezan a escribir sobre cosas graciosas que ocurrieron cerca de su casa el
otro día, sobre chistes caseros(...), o sobre algún libro o articulo fascinante
que haya estimulada su imaginación, o sobre cualquier cosa que haya visto en la
televisión. ¡ Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que
canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente
catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible casi
a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que
ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica,
artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma
hambrienta 8) Pero Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el
día recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse
frente a una mesa de redacción local. Todo un espectáculo. Breslin era un
Irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera negra y las agallas
de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba
hasta adquirir la forma de una bola de “bolos” : Se ponía a beber café y a
fumar cigarrillos hasta que el vapor comenzaba a impulsar su cuerpo. Parecía un
balón alimentado con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a
teclear. Nunca he visto un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de
una hora de cierre fija. Recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la
condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del sindicato de Camioneros
llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo; Breslin presentaba la
imagen del sol que entra a través de las
viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y que hace resplandecer el
diamante en el anillo del meñique del Provenzano: “La mañana no estaba nada
mal. El patrón, Tony Provenzano que es uno de los jefazos de la Unión de
Camioneros, recorría arriba y abajo el pasillo que da paso a este tribunal
Federal de Newark, con una pequeña sonrisa en el rostro, mientras sacudía por
todas partes las cenizas de una boquilla blanca.”
“Hoy hace un
día estupendo para pescar -decía Provenzano-, tendríamos que salir y hacernos a
unas truchas." ¡Luego separó
las piernas un poco para abordar un tipo gordo que se llamaba Jack que vestía un traje gris. Tony sacó la mano izquierda como si lanzara el
anzuelo sobre Jack. El diamante que tony llevaba en el meñique brilló por la
luz que entraba en las altas ventanas del pasillo. Luego Tony se ladeó y le
pegó a Jack una palmada en el hombro con la mano derecha.”
“Siempre en
el hombro -rió uno de los individuos que estaba en el pasillo-, Tony siempre le
sacude a Jack en el hombro.” La historia continúa. El sudor brota en la cara
del Provenzano. El juez lo condena a siete años. Breslin termina su crónica del
día con una escena en una cafetería. Allí está comiendo carne y ensalada de
frutas, puestos en una bandeja, el joven fiscal que trabajó en el caso: “No
llevaba nada que brillara en la mano. El tipo que ha hundido a Tony Provenzano no tiene un anillo de diamantes en
el meñique.”
Wolfe dice
entusiasmado: “ahí estaba, un relato breve, completo con un simbolismo y todo,
y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre algo que ha
ocurrido hoy, y que se puede comprar en el quiosco a las once de la noche por
diez centavos...”
Breslin
recibió al comienzo muchos calificativos, casi todos de parte de sus colegas:
“Un policía que escribe”, “Un Damon Runyon dedicado a la asistencia social”. Y
era cierto, Jimmy Breslin no parecía un periodista. Parecía un taxista, con la gorra ladeada
sobre un ojo. Breslin no actuaba, en
absoluto, como un periodista por lo menos corriente. Llegaba al escenario mucho antes del
acontecimiento, con el fin de recoger detalles del ambiente, ver el ensayo en
el cuarto de maquillaje, obtener una historia que le permitiera crear un
personaje. Anillos, palmadas en el
hombro, sudor. Breslin era otro tipo
duro. Trabajaba como los viejos
cronistas sumerios y griegos. Vivía
preocupado por los detalles. Porque las
historias (él lo sabía muy bien) se construyen siempre con detalles. Detalles veraces recogidos con paciencia: en
ellos está la verdad.
Gente como
Breslin, como Capote, como Talese, fue la que dio la batalla más violenta
contra la guerra de Vietnam. El pueblo
norteamericano se enteró de las atrocidades que cometieron sus soldados por los
reportajes de Seymour Hersh, Michael Herr, Jhon Sack. No por los comentarios editoriales contrarios
a la guerra de los grandes diarios metropolitanos, ni por los cables noticiosos
de la Upi o la Asociated Press, recogidos casi todos de boca del alto mando del
ejército en salas de prensa, con aire acondicionado, en los hoteles de
Saigón. Los reporteros que escribieron
estos relatos fueron al frente, con los soldados. Después volvieron y contaron la
historia. Su voz de escritores brotó de
la experiencia. De este modo inyectaron
nueva vida al poder maravilloso del relato.
Cuando los
premios Pulitzer comenzaron a llover sobre este puñado de hombres que Tom Wolfe
bautizó con el nombre de “nuevos periodistas” a pesar de que estaban haciendo
una cosa muy vieja: contar historias, la voz institucional de muchos diarios
norteamericanos comenzó a ser remplazada, poco a poco, por una voz más
personal. Una voz que daba cabida a la
complejidad y a la contradicción. Una
voz que empezó a atraer a los lectores hacia algo que acaso sea más parecido al
mundo real que esas informaciones que atienden “únicamente a los hechos”.
En Colombia,
para desgracia nuestra y de miles de lectores, no ha ocurrido lo mismo. Los
periodistas siguen, casi todos, ignorando por completo los cambios que se han
dado en otras regiones del mundo. Y
siguen ignorando la vieja lección de Sherezade.
Tal vez por eso, a medida que pasan los años tienen más avisos pero
menos lectores. Algunos, para enfrentar
la crisis, han dado luz verde a tímidos experimentos de renovación. Pero no nos digamos mentiras: la mayoría
continúa aferrada a la misma escuela que inventó The New York Times en 1898
(¡hace ya más de un siglo¡) para reemplazar la deteriorada prosa partidista de
los periódicos del siglo XIX. Otros ni
siquiera han logrado abandonar el esquema anacrónico que desbarató Daniel
Defoe, a comienzos del siglo XVIII, en la prensa inglesa, separando la sección
informativa de la sección de comentarios.
Mientras
tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación
en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia, sin
lograr, siquiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años
cuarenta y cincuenta: ahora nuestras ciudades son tan grandes que casi nunca
vemos los crímenes y existen barrios de los que no sabemos ni siquiera los
nombres. La lista de crímenes por su
parte, se ha vuelto tan larga que la Policía tiene que preparar un resumen,
todos los días, con destino a la prensa.
Y frente a la violencia y el crimen nosotros nos hemos resignado a
repetir casi todos los días, en coro con los boletines de la Policía, ese lugar
común de la muerte: móviles y sindicados se desconocen”. Y la vida pasa. Y nosotros, los periodistas continuamos
hundidos en la rutina, convertidos en amanuenses de ese lenguaje muerto
inventado por industrias de los periódicos en las postrimerías del siglo
XIX. Un lenguaje que ha convertido a
centenares de redactores en repetidores de fórmulas y esquemas para producir
noticias, que el periodista cumple casi a la letra, como cumple el reglamento
interno un obrero que trabaja en una fábrica de salchichas.Y las historias
siguen ahí, sin que nadie las cuente. De
vez en cuando un periodista cansado de la inutilidad y el anacronismo de esa
retórica se arriesga a escribir un libro de reportajes. De vez en cuando un editor agudo le da la cabida
a una que otra crónica, a una que otra historia escrita por un redactor
empecinado en contar alguna cosa.
Yo dejé de
trabajar en los periódicos hace unos años porque no podía escribir más
historias. Las noticias de la política,
de la economía, la trascripción de los discursos y de las declaraciones de los
jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro
amanuense, Un día comprendí, por fin,
las palabras que dijo el Jaibaná Salvador cuando mi amigo le entregó el
tambor. El hombre que cuenta una
historia tiene más poder. Un poder que
no puede medirse con votos, como el de los políticos, pero que a su modo es
superior a todo eso. Desde ese día me
olvidé de los periódicos y me dedique a escribir historias.
Los
periódicos pueden olvidarse de las historias, de las crónicas, de los
reportajes, para abarrotar sus páginas con la retórica partidista de corte decimonónico o con el
“nuevo lenguaje” ahora demasiado viejo que inventaron Joseph Pulitzer y los
editores del New York Times a comienzos de este siglo. Pero los lectores no se olvidan tan
fácilmente de las historias. Los
lectores necesitan historias. Saben que
en las historias está la verdad. Saben,
así no hayan estudiado periodismo en la universidad, que las historias “no
sujetan al lector a un dogma que más tarde descubrirá inexacto, no dictan una
lección que después deba olvidar. “Saben, como decía el novelista Robert Louis
Stevenson, que las historias “repiten, reordenan, aclaran las lecciones de la
vida; nos liberan de nosotros mismos.”
Saben que las historias nos dicen que las cosas no son tan simples como
a veces se piensa. Y las buscan hasta en
la última página. Aquí se opera la misma
lógica del reino de los cielos: los últimos son los primeros. Yo pienso que se cuentan por millones las
personas que empiezan a leer los periódicos por la última página, cuando
encuentran una historia. Eso se ve en
las calles y en los buses, casi todos los días.
Cuando observo ese espectáculo reconfortante, yo recuerdo las palabras
sabias del Jaibaná Salvador sobre el poder de las historias. Las historias pueden causar estragos. Las historias pueden explicar la vida en
todas sus infinitas e inagotables manifestaciones. La gente no puede vivir sin historias. Y a veces, con un poco de suerte, una
historia puede convencer a unos lectores de que devuelvan un tambor. Las historias son muy poderosas. El Jaibaná Salvador, como sucede a menudo con
los brujos, esta vez también tenía toda la razón.
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